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EL FANTASMA Y LA MÁSCARA DE LO REAL

Los enemigos de lo posible y de lo evidente


(...) La desilusión, el desengaño, como dicen los españoles, es un remedio peor que el mal que pretende curar y desemboca casi siempre en un refuerzo de la ilusión. Un defensor obstinado de una ideología cualquiera estará siempre, no preocupado como podría esperarse, sino más bien tranquilo y reconfortado en su creencia por el fracaso de esta misma ideología, como lo decía François Furet, que muestra, en una obra sobre la idea comunista en el siglo XX, que la ilusión comunista no es para nada derrotada, sino que sale al contrario reforzada, por la sucesión de sus desventuras históricas. Todo hombre que se confiesa desengañado está más que nunca hundido en su propio error, como todo loco que se declara curado no ha hecho más que subir en grado en la jerarquía de su propia locura. Todo el mundo lo sabe. Lo que se sabe menos, y que yo mismo confieso ignorar, es el secreto del mecanismo psicológico que hace que toda ilusión desengañada se transforme casi siempre en ilusión agudizada. (...)

Clément Rosset. EL DEMONIO DE LA TAUTOLOGÍA, seguido de cinco breves piezas morales. Arena Libros, año 2011, pág. 86-87. Traducción de Santiago E. Espinosa.

Estoy parcialmente deacuerdo con el texto que habéis podido leer del filósofo francés Clément Rosset. Pero no lo puedo estar conceptualmente, pues no dejo de entrever en las palabras "desilusión" y "desengaño" dos cosas distintitas y porque lo que dice Rosset no deja de ser relativo, es decir, no es aplicable a todos los casos.

La desilusión comprende que un hombre se ha hecho una idea irreal -e irreal no quiere decir no real como carente de existencia, pues todo es real y lo irreal es real en cuanto que se trata de algo que puede ser pensado, sino que carece de posibilidad- de una cosa que primeramente consideraba posible, o que ha sembrado en su interior una perspectiva sobre algo que a priori parecía posible, pero siempre posible para ese propio sujeto... y para nadie más. La desilusión sería entonces una venida de golpe de lo real, un daño emocional, un golpe, en definitiva, que pone los deseos o lo que cada cual quiere que las cosas sean en suspensión, dejando únicamente al descubierto lo que es posible, lo único que es posible, la evidencia.

No obstante, el desengaño supone que se tiene un conocimiento de lo real pero que a la postre éste, posteriormente, se muestra contrariamente a lo real, manifestándose lo que es de una forma totalmente distinta a la que se concebía.

Así pues, la ilusión es el fantasma de lo real que nos creemos, que forzamos en creernos como real. Cuando el número de magia que nos hemos infundido, o el que nos han infundido, desaparece, viene la desilusión. El engaño, por otro lado, supone que alguien que es ajeno a ti te ha llevado a un entendimiento engañoso de lo real, o que uno mismo se ha forjado una realidad, una realidad de las cosas, pero una realidad siempre ajena al concepto de ilusión, pues no es una ilusión, no es algo que no esté, sino que está, pero que está como una máscara. Cuando la máscara desaparece y surge esa realidad detrás de esa otra realidad, nos encontramos con el desengaño.

Se desilusiona el que sueña, se desengaña el que ve, pero ambos viven en la mentira.

No obstante, ¿cuántas cosas que se han hecho con ilusión han dado un resultado real? Pues claro, una cosa es tener ilusión por las cosas, es decir, un estado de ánimo que te aventure hacia lo que aún no es real, pero que supone un posible sin evidencia aún en la vida misma; y otra cosa muy distinta es soñar despierto, crearnos un mundo idílico, un mundo ajeno a la propia realidad; pues las normas de ese mundo idílico no suelen ser las mismas que las del único mundo posible (si no no sería idílico o utópico). Y bien, ¿cuántos engaños son parte de nuestra propia realidad? El engaño es sólo una máscara, esa falsedad real. Porque lo falso no es irreal, es lo más real si cabe. Es por ello que el que más consciente es es el más desengañado. No está más hundido en su error, estimado Rosset, sino hundido en otro error o más cerca de la verdad, es decir, de lo real. Pero esto... ¿quién lo sabe o cómo puede saberse? Sólo sabemos que la ilusión es enemiga de lo posible y que la máscara lo es de lo evidente.

LA IDENTIDAD Y EL IMPERATIVO MORAL

(...) El imperativo moral no peca solamente por su contenido, es decir, por su aspiración a lo universal. Es en principio aberrante por el hecho mismo de constituirse como imperativo moral, me refiero a su ambición de someter todo acto que no sea reprensible al acuerdo previo con una máxima cualquiera. No es así como actúan los hombres; no los canallas, obviamente, pero tampoco los hombres de bien. La verdadera moral se burla de la moral, para repetirlo con Pascal. La generosidad es por definición ajena al sentimiento del deber; de hecho, es contraria a éste, a tal punto que hay ciertamente menos perfidias que temer de un crápula franco que de las de alguien que pretendería ser generoso por deber. El hombre generoso actúa generosamente porque es generoso, no porque consulta un código de buena conducta que le recomienda ser generoso. La gente de moral me parece llevar sobre sí misma permanentemente, apretado en su billetera como el memorial de Pascal escondido en el dobladillo de su hábito, un pedazo de papel en el que ha inscrito:«No olvides ser bueno». Tal seguridad contra el mal no es tan tranquilizante como parece, y personalmente yo desconfiaría completamente. En un momento crítico, en el fuego de la acción, ¿tendrá nuestro hombre el tiempo de consultar su billetera? ¿Y qué pasará si ha dejado la billetera en casa, o ha incluso olvidado de meter allí, como lo hace cada mañana (pues puede suponerse que lo saca cada noche antes de acostarse para tenerla al alcance de la mano, como hacía Schopenhauer con sus pistolas), la fórmula mágica que lo protege de mal-actuar?

Clément Rosset. EL DEMONIO DE LA TAUTOLOGÍA, seguido de cinco breves piezas morales. Arena Libros, año 2011, pág. 81-82. Traducción de Santiago E. Espinosa.


Todo lo que puede decirse de una cosa se reduce a la enunciación de esa cosa, es decir, a repetir su propio hecho sin decir nada más; es, por lo tanto, una enunciación vacía pero por sí misma verdadera, y yo añado que absolutamente verdadera o absolutamente falsa o ninguna de las dos, pues si todo es verdadero el propio valor de lo verdadero desaparece, lo mismo que de lo falso: asimismo,  la tautología enuncia sin margen de error lo real. Aquí ya casi podría derivar a mi reflexión sobre que todo lo que es es real, sea verdadero o falso, que plasmé en mi artículo LO REAL: Todo es real, todo lo que puede ser pensado, todo lo que es sensible, todo lo que se puede tocar y no tocar, nuestros sentimientos, las mentiras y las verdades... todo es real. En el mundo no hay lugar para lo irreal, todo lo que es es en cuanto que se manifiesta de una forma u otra. 

La tautología expresa al objeto, o el hecho, o lo que sea, en toda su radicalidad, lo que es es, se demuestra a sí mismo: A es A, una mentira es una mentira, una verdad es una verdad, etc. Así he entendido de mano de Rosset el secreto de la tautología, que es a la vez el principio que enuncia toda identidad: YO SOY YO. Partiendo de la tautología el filósofo francés deriva a otros conceptos como la perogrullada o el pleonasmo, pero no me detendré en ello, pues no procede.

Y bien, no sé si os ha pasado alguna vez, queridos lectores, el hecho de haber escrito algo, o simplemente pensado, y posteriormente leer a un filósofo, en mi caso al que aquí trato, y observar que ambos, por diferentes caminos, hemos llegado a una misma conclusión. Pues bien, a mi me ha pasado algo parecido, y con Rosset no ha sido la primera vez, lo cual me llena de alegría. Hace unos meses escribí esta sentencia: (...) los hechos se muestran de forma radical. Lo que es se ha manifestado como es. (EXPRESIÓN SENSIBLE DE LO INVISIBLE) Sin querer y sin saberlo, me había metido de lleno en el análisis tautológico.

Yendo por fin al texto, bien sabréis que cuando se nombra, nada más empezar su lectura, imperativo moral, Rosset hace referencia al Imperativo categórico de Kant, filósofo alemán por quien el francés no demuestra muchas simpatías, lo mismo que con Rousseau. Rosset no es muy amante de la universalidad, pues cada hombre no actúa bajo máximas universales, es decir, bajo una voluntad universal, ni puede pretender que su hacer pueda dilatarse hasta convertirse en una máxima universal: La voluntad es individual o no es, dice Rosset (Pág. 78). Toda moral que se centra en el deber actúa contra una verdadera moral, como dice el propio Rosset: La verdadera moral se burla de la moral; y atenta indistintamente contra la autenticidad de las personas, pues el deber supone que tú no seas tú, es decir, que uno no se muestre en toda su radicalidad, sino bajo un código, un código moral que le marca hacia dónde debe dirigir su obrar. De esta forma, la moral es una máscara, una máscara que no hace al hombre bueno si es bueno, o generoso si es generoso, o valiente si lo es; se trata de una máscara que quizá haga generoso al que no lo es por sí mismo, siéndolo únicamente por imperativo moral. Así pues, mi conclusión es que toda moral con pretensión universal, a base de máximas para todos, va en contra de la propia identidad de la persona. Y extrapolándolo a niveles más generales, contra la identidad de los pueblos. El imperativo moral es el gran buque insignia de la globalización, un buque que desde incluso antes de la Revolución Francesa ha ido horadando la soberanía de las naciones y la autenticidad, como consecuencia, de las personas.

En definitiva, lo que se persigue con estas morales universales es el hombre universal, el hombre único, un hombre conformado por muchos más hombres pero unidos por una misma conciencia. Entonces nosotros no seremos nosotros mismos (A es A), sino que seremos igual a ¿nosotros mismos?, séase, al otro, al otro que es un igual a nosotros mismos (A=A). Todos seremos todos, todos seremos a la vez el hombre universal. Pero ese todos nunca constituirá un hombre solo, un hombre que sea él mismo. Todo A será igual a todo A, y ya nadie se verá tal como es, pues cada cual actuará mediante el imperativo que viene de fuera, en lugar de obedecer el propio imperativo que supone la voluntad propia, de donde debería nacer todo nuestro deber y toda nuestra soberanía; voluntad propia que posee cada sujeto, aunque sea potencialmente.■

LOS DISCURSOS MORALES

(...) El principal punto neurálgico, o punto débil, de la moral me parece residir en su incapacidad de afrontar lo real, o, lo que es lo mismo pero expresa más precisamente mi pensamiento, en su aptitud para recusar como inmoral lo que no puede admitir como realidad a partir del momento en que ésta es trágica (o contraria a sus deseos). Por ello es por lo que califiqué con el término un poco raro de «anti-trágico» toda propensión al moralismo. Quizás hubiera valido más decir «infra-trágico» o «hipo-trágico», designando así un punto de vista incapaz de abrazar la realidad trágica, como se habla en geometría de ángulo capaz e incapaz. (...) Pues lo real, puesto en cuarentena por la moral, termina siempre por triunfar a la larga y por hacer valer sus derechos con creces.

Clément Rosset. EL DEMONIO DE LA TAUTOLOGÍA, seguido de cinco breves piezas morales. Arena Libros, año 2011, pág. 66-67. Traducción de Santiago E. Espinosa.


Clément Rosset
Para mí la moral no debe pensarse con lo bueno y con lo malo, porque qué es eso de lo bueno y de lo malo (no existe un lugar común para ambas cosas), sino con el orden natural de las cosas, es decir, pensando trágicamente (y para eso si existe un lugar común: lo real, lo que es por sí mismo), alejado de la indignación con la que se manifiesta el moralista, sin martirizarme por todo aquello que escapa a mi hacer y sobre todo que no es culpa mía, o mejor dicho, para no utilizar la inapropiada palabra culpa, que no es a causa de mí. Digamos que la moral no debe ser un constructo humano, que no hay necesidad de guiarse por lo que queremos o deseamos, y no me refiero a apetencias naturales como el comer. Debemos aspirar sólo a lo real, y eso conlleva a no rechazar lo que nos desagrada y sobre todo a no pretender generar un mundo aparte, pues tal cosa supone la negación de lo único posible. Hoy la libertad no supone en hacer más o en hacer menos, sino en ser capaces de admitir lo evidente y de rechazar aquello que no es por sí mismo, que es sólo porque queremos o algunos quieren. Por ejemplo, en Andalucía se ha extendido la falacia de que "todos" los andaluces proceden de los andalusíes, es decir, de los musulmanes que invadieron la península. Pues da igual que se muestren estudios de genética, mapas de haplogrupos y demás, "muchos" quieren ser tal cosa (y puede que "no tantos" lo sean) y la realidad no importa. Es políticamente correcto la negación de uno mismo y la aceptación de algo que no se es. Es lo políticamente correcto ese discurso moralista que hoy quiere acabar con todo lo evidente.

Es difícil, es más que difícil pensar en conceptos alejados de "bueno" y de "malo". Y bien, yo no digo que renunciemos a esos conceptos. Nuestra costumbre, siempre y cuando se base en lo real, nos dirá lo que debe ser costumbre y lo que no debe ser costumbre: lo que no debe ser costumbre simplemente hay que admitirlo y asumirlo como un posible. El filósofo francés más bien ataca al "moralizador", al hombre que disfraza a capricho todas las cosas de bueno o de malo. Así, nuestro mundo creado racionalmente es simplemente la consecuencia de los arbitrios de algunas conciencias que no fueron contrarrestadas en su momento. Muy lamentablemente.

En nuestros días vivimos un contexto donde en demasiadas ocasiones lo evidente es considerado como inmoral y por lo tanto hay que denigrarlo, incluso tapar y borrar su existencia. Una censura atroz la que nos acecha, un lavado de cerebro el que sufren los que crecen, un lavado que ya han sufrido muchos de los que ya han crecido. Vivimos sin duda la época con menos libertades de la historia humana -o en la ápoca donde menos cosas pueden hacerse sin dinero-, pero nadie se dará cuenta de ello, excepto algunos de los menos, porque el simple cuestionamiento de la libertad ha sido calificado de inmoral y por lo tanto no es posible, no es posible esa ausencia de la libertad al no ser un problema siquiera posible de plantearse.

El hombre vive muy alejado de la realidad. Inmersos en sus nidos de cemento ha olvidado que existe un mundo fuera, un mundo que no necesita racionalidad, al menos de una racionalidad humana, para mantener un equilibrio.

Pero no neguemos el lugar del moralista, o más bien debería decir moralizador, él es un ser real, forma parte de la realidad. Pero dentro de la realidad es alguien que inventa otras realidades y otros mundos. Es el que siempre niega, es el que tiene, y aquí me doy el lujo de tomar prestada una expresión de León Riente, un profundo cabreo con la naturaleza, con lo real, pues no asume un mundo ajeno a sus deseos.■

LA ESPERANZA CONTRA LA VOLUNTAD O LA VICTORIA DEL IMPERIO DE LA CEGUERA

Contra los hijos de Abrahám

«Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer.
¿Qué es más dañoso que cualquier vicio? -La compasión activa con todos los malogrados y débiles - el cristianismo...».
Friedrich NIETZSCHE, El Anticristo

JULIANO EL APÓSTATA

La esperanza supone la rendición de la voluntad, supone poner un límite, asumir la derrota de uno mismo. Cuando la esperanza hace su aparición el hombre pierde toda su dignidad para sumirse en una sensación que podría resumirse así: “a partir de ahora alguien tendrá que hacer las cosas por mí, o eso espero, pues yo soy incapaz”. Esperar, eso es la esperanza; no es otra cosa que soñar con la llegada de lo imposible, con la llegada de aquello que solucionará todos nuestros problemas: si no llega se le atribuirán como propios supuestos milagros o manifestaciones a eso que se espera, siendo ya el colmo de los colmos, el autoengaño total.

Para solucionar los problemas hay que luchar, uno se mueve y nadie más y, en todo caso, ¿qué es la vida sino problemas y lucha?: huir de eso es negación de la vida. Si el problema es casi imposible de solucionar, si no hay solución, hemos de confiar en nuestra voluntad y afrontarlo: séase “en nosotros mismos” la única fe lícita, una fe para hombres fuertes. Pero esa fe no es ciega, y toda fe es ciega… ¿acaso entonces puede llamársele fe? No, es algo mucho mejor: orgullo y seguridad. La esperanza desposeída de toda ceguera, la esperanza castrada de todo deseo de que otro nos solucione los problemas, eso es la voluntad, la única, la real, lo que surge de nosotros mismos, el verdadero motor que nos empuja a crear y destruir, a avanzar hacia delante o hacia atrás, lo único capaz de hacernos libres, aquello que es mando y obediencia a la vez en uno mismo: pues dentro de nosotros somos esclavo y señor y el señor siempre manda –hay quienes dentro de sí atesoran nada más que a un esclavo, pues sólo más allá, fuera de este mundo, se halla su Señor. Los primeros pueden ser libres, los segundos no.

Y dije orgullo y seguridad. Y orgullo es amarse en la justa medida; todo lo que no sea eso es megalomanía y ceguera. Y seguridad significa tener control, el control que debe tener el señor que hay en nosotros sobre el esclavo que también hay en nosotros. No hay opción, el débil debe ser dominado y sojuzgado, el señor debe mandar. ¡MANDE EN NOSOTROS UN SEÑOR, MANDE EN NOSOTROS EL PALPITAR DE LOS FUERTES! –Sólo así saborearemos el verdadero aroma de la libertad.

El hombre de voluntad, orgulloso, afronta la vida a pecho descubierto, irguiendo la vista hasta donde puede alcanzar: de sus ojos irradia una fuerza inconmensurable, de sus ojos “ve”. Sin embargo, el hombre de la espera, antípoda del anterior, un hombre rendido, de rodillas, mirando a muchos sitios pero nunca a sí mismo, retraído hacia sí no para encontrarse a sí mismo, ni siquiera para verse, sino para encontrar su esperanza, a un Dios al que sólo se le “escucha”... Reconozcamos que la fuerza de su esperanza es tan fuerte como la impulsividad del orgulloso. Pero esa fuerza es como tirar una piedra hacia arriba que al caer acabará golpeándote. Muchos lo han venido a llamar “voluntad de martiriológico”, creo que con bastante acierto.

No obstante, os recomiendo que crucéis la calle con alguien que vea. Los “ciegos” tienen fe en que ningún coche les atropellará. Alguien que vea siempre tendrá mayor certeza de que no va a ser atropellado, mira a los lados, se cerciora. Si es atropellado seguramente lo será por alguien ciego, alguien que no ve, que todo sea dicho, milagroso es ya que no se salga de un carril: no te atropelló porque no vieras, no te atropelló porque no te cercioraras, es que en la vida también ocurre lo inesperado, y los ciegos son eso inesperado que siembra las semillas de la decadencia. ¡Oh!, ¡qué calamidad que hombre libres se vean perjudicados y perseguidos por personas limitadas! Y es que las cosas de la vida, las del cruzar (superar un obstáculo) y las del conducir (encarrilar la vida), no son sino para los que ven y para nadie más.

COMENTARIO A LA FUERZA MAYOR, DE CLÉMENT ROSSET

Nadie mejor que un inactual para interpretar a otro inactual. Pero Clément Rosset, aún siendo su filosofía claramente tributaria del pensamiento nietzscheano, es mucho más que un intérprete de Nietzsche. Haciendo una lectura novedosa, poco usual incluso entre los mejores estudiosos del filósofo alemán, sitúa la alegría en el centro del pensamiento de éste último, en menoscabo, explícitamente reconocido por Rosset, de asuntos considerados tradicionalmente centrales en la filosofía nietzscheana: el superhombre, el eterno retorno, la voluntad de poder…Alegría totalitaria, pero tan sólo en el sentido de que o es, o no es. No de ningún otro modo, pues no tiene necesidad alguna de hacer participar al otro de ella para poder ser. Muy diferente, por tanto, de la falsa alegría de la sociedad hedonista actual, que sólo lo es, lo pretende ser, en cuanto creencia y actitud impuesta, signo adicional de su carácter aparente. Alegría inexplicable (inalcanzable a cualquier objeción, irrefutable por la razón, como la feminidad, nos explica el francés, inasequible éste al embuste feminista) que Rosset identifica con el amor fati del Nietzsche de La gaya ciencia, principalmente. Alegría de la que la aceptación del principio del eterno retorno es la prueba más certera de existencia. Alegría paradójica, pues permanece consciente e indiferente a las desdichas de la existencia. Tan importante es la alegría, la beatitud, que es esta cualidad la única que autorizaría el completo saber, dado que le está permitido conocer sin daño alguno. Se erige por tanto en suprema condición epistemológica, más aún gnoseológica. Es interesante recordar que el libro que Nietzsche dedica específicamente al conocimiento y el saber, es el citado, La gaya ciencia.Alegría frente a la cual algunos levantan la esperanza. Pero Nietzsche enseña que el saber esperar en grado sumo es un valor plebeyo por excelencia. ¿Y qué es la esperanza sino esa capacidad para esperar lo improbable, lo inesperado, lo inesperable? Entiendo aquí esperanza también como inacción, como falta de voluntad, como debilidad, para intervenir realmente en la realidad. En esta obra nos encontramos, en definitiva, con una interpretación novedosa de Nietzsche y con unos desarrollos posteriores del concepto de alegría, de beatitud, que a nadie deberían dejar indiferente. ■

La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y Cioran. Clément Rosset. Acuarela, Madrid, 2000

CRÍTICA A Y AFIRMACIÓN DE LO REAL: Conociendo a Nietzsche


(…) si Nietzsche es, en primera instancia, afirmador y, en segunda, crítico, ¿cómo armoniza lo segundo con lo primero? ¿En qué medida la empresa crítica llevada a cabo por Nietzsche es compatible con el principio nietzscheano de aprobación incondicional de lo real, con la confesión muchas veces repetida de no acusar jamás ni a nada ni a nadie, ni siquiera a los acusadores, como dice en concreto el aforismo 276 de La Gaya Ciencia? La solución de esta aparente paradoja reside en una distinción entre dos sentidos cercanos pero diferentes de la noción de “crítica”. Criticar significa hoy ante todo poner en duda, contestar, atacar, acusar; en este sentido, Nietzsche no es crítico en absoluto. Pero criticar significa también, y en primer lugar, según la etimología griega y latina del término (Krinô, krittikos, cernere), observar, discernir, distinguir. En este primer sentido, que excluye toda idea de lucha y de combate (“demasiado bien educado para luchar”, decía Nietzsche de sí mismo), Nietzsche es crítico: observador despiadado, pero sin ninguna mala intención, o sea, sin otra intención que la que consiste en ver y en comprender, y de manera accesoria en hacer ver y hacer comprender. (…)

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, pág. 95. Traducción de Rafael del Hierro.


La afirmación de lo real en sentido nietzscheano es asumir todo lo que ocurre y todo lo que vemos, todo lo que constituye toda materia (viva o inerte), como expresión propia e inevitable de la vida. Parece un conformismo, pero no lo es: es como asimilar que nos llamamos de tal manera o que somos bajos o altos; no es un conformismo con lo que acontece (pues todo acontecimiento está sujeto a una valoración moral y ética), sino de un asimilacionismo de la realidad para bien o para mal, una realidad que es así porque sí. La vida es irreductiblemente de una forma y cuanto antes asumamos tal situación nos hallaremos en la vida con la cabeza más alta y con una mayor consciencia percibiremos la realidad, de forma que nos podremos defender mejor: es como prepararse para la guerra, la Gran Batalla de la Vida. Y de toda esta percepción de lo real podemos deducir el objetivo mismo de toda la crítica de Nietzsche, que descarta todo tipo de pugilato o de careo, pues todo combate o confrontación constituyen una negación de lo real; así que toda acción activa debería consistir en “observar”, en “discernir” y en “distinguir” con la idea de conocer la realidad en lugar de negarla. Así, toda la crítica de Nietzsche se presenta como una gran labor detectivesca cuyo objetivo es “hacer comprender”, “hacer más consciente o visible lo verdadero”: las cosas pueden cambiarse en medida en que se conocen. En definitiva, Nietzsche no “duda” porque ve la vida con claridad y no “contesta” porque la vida habla por sí sola: él solo mira, observa y escribe, es el auténtico terror de lo aparente.

Si se vislumbra conformismo es por pura incomprensión o por un simple malentendido semántico o contextual. Todo espíritu de crítica, sea de la calaña que sea, es de por sí una postura inconformista y transformadora. Toda la labor de Nietzsche ha radicado en la consecución de la verdad y en el esclarecimiento de las concepciones de la vida para desvelar toda la falsedad en la que hemos vivido y en la que aún vivimos. Y aún así Nietzsche no niega toda voluntad negadora, ni lo falso ni la mentira, pues forman parte de lo real, pero de la misma forma que la alegría yace como superación de la desdicha, lo real y lo verdadero son superación de lo falso y de la mentira. Definitivamente, la labor de Nietzsche supone un camino hacia la verdad, una verdad que aspira a ser absoluta en lo real: el espíritu de Nietzsche no deja de ser en todo momento Voluntad de Poder, una Voluntad transformadora.

Quisiera hacer cierta matización sobre la antítesis conformismo-asimilacionismo que he dado a entender y que creo existe. El conformismo consiste en dejarse llevar por y adaptarse a la realidad tal como se presenta, por lo que si se muestra verdadera o falsa da igual, el individuo la acatará sin contestación. Sin embargo, el asimilacionismo es comprender la realidad, tanto en lo falso como en lo verdadero. Y esto último tiene mucho de transformación, pues a mayor asimilación mayor espíritu de crítica podrá tenerse; ¡y qué gran arma transformadora y de transvaloración!, ¡qué gran arma frente a los censuradores y eliminadores de toda crítica feroz, siempre empeñados en que no pensemos, en que no veamos, en que no les veamos a ellos!

Para concluir, hacer especial hincapié en que la crítica de Nietzsche no es apta para el combate ni para la lucha, su forma de crítica es demasiado sutil, demasiado peligrosa como para constituir un arma idóneo para una guerra convencional. La violencia es producto de pasiones cegadoras que enturbian la razón, por lo que debe eliminarse para que toda crítica sea veraz e imparcial. Alguien con una pistola podrá matarnos de un tiro pero qué vergüenza pasará después cuando se vea desnudo (y quién sabe si opta por la bala por haber sido desnudado antes), esclarecido, desenmascarado por una crítica feroz, cuando escuche los resoplidos y las rugientes onomatopeyas de un león, dentro de las fauces de la verdad.■

Enlace con texto relacionado:
Meditando sobre Nietzsche:
de lo «VERDADERO», lo «APARENTE» y lo «REAL»

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE IV/IV): RESENTIMIENTO

«(…) según Nietzsche, hay dos tipos de rumiantes: los que rumian sin cesar, pero sin lograr digerir (caso del hombre del resentimiento), y los que rumian y digieren (caso del hombre dionisíaco). Malos y buenos rumiantes. Generalmente se interpreta así: el mal rumiante no tiene acceso a la dicha porque está atado al pensamiento de la desdicha, mientras que el buen rumiante accede a la dicha porque supera el pensamiento de la desdicha, porque logra digerirla. Pero no es eso lo que exactamente lo que piensa Nietzsche en materia de rumia. Mirándolo más de cerca, el reparto de los papeles es bastante diferente: el buen rumiante tiene acceso a la vez a la dicha y a la desdicha, mientras que el destino del mal rumiante radica en no tener acceso ni a la una ni a la otra, pues ignora la dicha porque no logra digerir la desdicha, pero ignora también la desdicha precisamente porque no logra digerir su pensamiento. El hombre dichoso tiene acceso a todo, y en especial al conocimiento de la desdicha; el hombre desdichado no tiene acceso a nada, ni siquiera al conocimiento de su propia desdicha. Del mismo modo que el pensamiento de la vida incluye el pensamiento de la muerte, así también, en general, el pensamiento de la dicha –la beatitud- implica un profundo e inigualable conocimiento de la desdicha (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, pág. 51. Traducción de Rafael del Hierro.


Como bien dice Rosset “el buen rumiante tiene acceso a la vez a la dicha y a la desdicha”. El buen rumiante es la imagen del superhombre o del sabio, de aquel que ha superado algo y puede ver con anchura y holgura el paisaje del obstáculo, ya detrás. Qué imagen más lastimosa la del mal rumiante, y ya no sólo porque no supere en este caso la desdicha (ciñéndonos al texto, aunque podría ser cualquier otra cosa), sino por el hecho de que ni siquiera tiene acceso a ella. El mal rumiante es un toro perdido en la dehesa, sin pastor, sin perro… es un ser sin brújula sumido en una confusión y en una barahúnda de emociones que no entiende, ni sabe cómo afrontar. El mal rumiante es en definitiva aquel que no es consciente, aquel que vive en el martirio, aquel que o bien es feliz de esa forma o no quiere ser libre: vive en el infierno sin conocer a sus demonios. Porque seamos realistas, hay quien se siente cómodo en la incomprensión de su desdicha. En este caso la desdicha no se supera, sino que se acepta la no superación: es la abnegación del pusilánime.

En definitiva, el sí a la vida (principio del buen rumiante) se divisa como una confrontación con y posterior superación de la existencia, mientras que el no a la vida (característica del mal rumiante) es un estado de pasividad donde los acontecimientos pasan por encima de su cabeza, aplastándolo, sin conocer el significado de nada.

Pero hablemos del resentimiento. Éste es una emoción característica del mal rumiante, emoción que bien podría calificar a multitud de débiles y de pusilánimes. Es en consecuencia una palabra que describe al hombre de mala conciencia. Éste tipo de hombre se define a sí mismo como un mal, como una razón mala, puesto que representa una moral reducida. Bien haríamos si nos despojáramos de toda emoción negativa, de toda carga: ¿queréis ser un camello?


El hombre resentido es un ser de la espera, un ser de contención y de ebullición de odios. Es un rosal descolorido y sin pétalos, todo un tallo lleno de espinas. No afronta la vida, pues se calla y deja que el odio y la desdicha le corroyan por dentro. Esta aptitud es muy delicada, de hecho constituye todo un peligro, pues éstos, maltratados por egos superiores, encontrarán en su resentimiento los argumentos necesarios para una venganza desproporcionada, o lo que es peor, se convertirán en mártires o sádicos envueltos en sotana o en traje con corbata. Ejemplos hay muchos, de los cuales mejor no decir demasiado: muchos de ellos son venerados y reverenciados, por muchos de ellos se erigen monumentos grandiosos, ¡la mala conciencia se contagia, no entiende de "beatos"! Pero que quede bien claro que la historia está llena de personajes que han llevado sus neuras provocadas por la mala conciencia a términos insoslayables, incluso hay pueblos enteros que viven en el martirologio y licitan acciones inhumanas con argumentos de pobrecito de la historia. Y he ahí que derivamos a la culpa: arma para hacer más grande el pecado, arma del sacerdote y del débil, hoy en día tan bien utilizada por todos y todas, por poderosos y no poderosos. Todo esto ha provocado odios y desconfianzas, pues el hombre no se mira al espejo, prefiere su sombra. Somos alumnos de pusilánimes, no veo rastro de luz, ¡veo mala conciencia y carencia de fuerza por todas partes! Y lo peor de todo es que todo este hilo de estupideces, desde el resentimiento a la culpa, es por no afrontar las cosas, por pura incomprensión, pues como diría Rosset, el hombre del resentimiento, el hombre de la mala conciencia, no tienen acceso a nada, ni a la dicha ni a la desdicha, ni al bien ni al mal… su moral es nula, es un ignorante, ¡y he ahí el mal!

Para concluir esta entrada y este ciclo sobre Clément Rosset señalar que el filósofo francés no dice nada nuevo, como ningún filósofo actual. O eso creo, pues leyendo a Rosset casi interpreto sus palabras como una hermenéutica sobre Nietzsche. No creo que haya que tomar ni a Rosset ni a Nietzsche literalmente, pues la vida se puede afrontar de muchas formas, pero si algo queda claro es que lo importante es no rendirse y que debe tomarse la vida como un juego, como una especie de deporte donde el rival es uno mismo: el peor enemigo.■

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE III/IV): LA ESPERANZA



«(…) Hesíodo, a lo largo de Los trabajos y los días, asemeja la esperanza al peor de los males, a la peste que ha quedado en la caja de Pandora a la libre disposición de los hombres, que se abalanzan hacia ella en la creencia de que ahí encontrarán la salvación y el antídoto contra el resto de los males, cuando se trata de un veneno entre los demás, si no del veneno por excelencia. Todo lo que se parezca a la esperanza, a la espera, constituye de hecho un vicio, o sea, una falta de fuerza, un defecto, una debilidad. Un signo de que el ejercicio de la vida ya no marcha por sí solo, de que se encuentra en una situación crítica y comprometida. Un signo de que falta el gusto por vivir y de que la continuidad de la vida debe en lo sucesivo apoyarse en una fuerza sustitutiva: ya no en el gusto por vivir la vida que uno vive, sino en el incentivo de una vida distinta y mejor que nadie vivirá jamás. El hombre de la esperanza es un hombre que se ha quedado sin recursos y sin argumentos, un hombre vacío, literalmente «agotado»; semejante a ese hombre del que habla Schopenhauer en un pasaje de Parerga y Paralipomena, que «espera encontrar en los consomés y en las medicinas de salud y el vigor cuya verdadera fuente es la propia fuerza vital». Por el contrario, aunque sólo fuerza porque dispensa precisamente de la esperanza, la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 32, 33. Traducción de Rafael del Hierro.


Bien hace Rosset en recurrir al sabio poeta griego Hesíodo para decir con sus palabras en nuestra era que la esperanza es “el peor de los males”, una especie de fuente en la que muchos beben “en la creencia de que ahí encontrarán la salvación”. Qué fino y qué brusco a la vez, qué sutileza en el verbo y qué abrupto con el ataque hacia el hombre débil: sin piedad, sin temor… pero con certeza de lo que es la fuerza y de lo que es la debilidad. Y qué bien saben los gobernantes, aprendices todos ellos de sacerdotes, de que la esperanza es un arma, un arma de la fe, una especie de promesa sobre algo que no existe: el ofrecimiento de un crédito que todos pagarán con su esfuerzo pero por el que no recibirán a cambio beneficio alguno, pues en eso se queda la esperanza: en la promesa de algo, en un arma de demagogia y de aprovechamiento.

El hombre débil, sin armas, es incapaz de luchar si alrededor merodea el aroma putrefacto de la esperanza, la promesa de que el futuro les aguarde el gran fruto: la felicidad. Hoy en día, más que nunca, nos venden la esperanza como una especie de pócima mágica, una panacea para nuestra existencia material e insípida: seguid adelante, nos dicen, sed optimistas, dicen también, tened esperanza en el futuro, insisten, vuestro gobierno trabaja por vosotros, bla bla bla, no os dejaremos en la estacada, apuntillan magistralmente. Y así habla el político, así hace uso de la esperanza. Son sacerdotes, se aprovechan de los débiles; y aunque no reparten hostias y vino si hablan en un púlpito y a veces dan cerveza gratis en una barra.

La esperanza es la parálisis de la voluntad, es la espera interminable, un esqueleto en representación de un hombre vacío y desecho, una especie de invalido: es el pusilánime por excelencia, un hombre que sustituye la vida, el sí a vivir, por la perspectiva de una felicidad: no es activo, sino pasivo. Sentenciando drásticamente, el esperanzado es un cobarde, un hombre que o bien hipoteca su vida en las ilusiones que cualquier mercader de utopías le vende (político, sacerdote…) o un hombre que espera inmovilizado en un punto la resolución de todos sus problemas, la salvación.

Lo que Rosset nos dice es sumamente importante, la Vida hay que vivirla, hay que ir hacia el objetivo, esforzarse, luchar hasta el final: la felicidad no es gratuita. En una Voluntad fuerte y vigorosa debe residir la mejor de las virtudes humanas.

Pero no crean que estoy sumamente convencido de lo que he dicho, si bien es cierto que me suscribo a cada una de mis palabras, no por ello siento cierto recelo al ver cierta heroicidad en las acciones de personas que viven con esperanza toda su vida (supongo que si veo cierta incoherencia es por una incompatibilidad del significado convencional entre las palabras). Pero hablo de una esperanza activa, no pasiva, de una especie de Voluntad que empuja a ciertas personas hacia la resolución de un problema que todos dan por imposible y que está por encima de toda naturaleza de debilidad. Es más, es en grado sumo una demostración de fuerza, un espíritu de lucha, de guerrero, que solamente atesoran aquellos que no dejan el campo de batalla hasta el final. Para el Hombre de tal esperanza no existe la rendición: no espera inmovilizado ni se vende a las fábulas de los mercaderes, no agarrota sus músculos en una silla ni deja pasar el tiempo sin evolucionar, sino que con resolución y vigorosidad se yergue ante la adversidad para desafiar al destino. Un destino que si bien está determinado no está escrito, es solamente el resultado de las sumas, restas, divisiones y demás aplicaciones matemáticas que se conciben entre multitud de acontecimientos.

En definitiva, lo que nos viene a decir Rosset es que la esperanza, al igual que la alegría, son dos fuerzas, y que ésta última es la fuerza vital por excelencia, al ser el elemento indispensable para hacer la vida soportable. La esperanza es una fuerza sustitutiva de la vida, un aletargamiento del ser: «…la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»■

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE II/IV): LA ALEGRÍA ILUSORIA Y LA ALEGRÍA PARADÓJICA


«(…) O bien la alegría consiste en la ilusión efímera de haber acabado de una vez con lo trágico de la existencia: en cuyo caso la alegría no es paradójica, sino ilusoria; o bien consiste en una aprobación de la existencia considerada como irremediablemente trágica: en cuyo caso la alegría es paradójica, pero no ilusoria. No debería sorprender que, por mi parte, prefiera el segundo término de la alternativa, persuadido como estoy no sólo de que la alegría logra adaptarse a lo trágico, sino también y sobre todo de que no consiste más que en ese acuerdo con él y gracias a él, pues el privilegio de la alegría, y la razón del especial contento que dispensa -contento único porque sólo él se da sin reserva-, radica de hecho en que ésta permanece a la vez totalmente consciente y totalmente indiferente hacia las desdichas que conforman la existencia. Esta indiferencia hacia la desdicha, sobre la que volveré más adelante, no significa que la alegría no se dé cuenta de ella, menos aún que pretenda ignorarla, sino al contrario, que ésta atenta en ella en grado sumo al ser la primera interesada y a la que primero le concierne; y ello en virtud precisamente de su facultad aprobatoria, que le permite conocerla más y mejor que cualquiera. Por eso, resumiendo en una palabra, diría que sólo hay verdadera alegría si, al mismo tiempo, resulta contrariada, si ésta en contradicción consigo misma: la alegría es paradójica o no es alegría.

De este carácter paradójico de la alegría pueden deducirse tres consecuencias principales:
Primera consecuencia: La alegría es, por su misma definición, ilógica e irracional. (…)
Segunda consecuencia: La alegría es necesariamente cruel, por la despreocupación con que se enfrenta al destino más funesto y a las consideraciones más trágicas.
(…)

Tercera y última consecuencia: La alegría es la condición necesaria, si no de la vida en general, al menos de una vida llevada de forma consciente y con conocimiento de causa, pues consiste en una locura que paradójicamente permite –y es la única que lo permite- evitar el resto de las locuras, mantenerse a salvo de la neurosis y de la mentira permanente.
(…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 28-30. Traducción de Rafael del Hierro.


Esta navidad puede que haya sido la menos navideña de todas las que he vivido. En mi entorno, en las calles, en la gente, en los comercios o en cualquier lugar no veo alegría, solamente un leve quejido en el labio, una especie de tic sonriente, al apoderarse un alguien de cualquier objeto con un valor relativo, pues la mercancía también es perecedera en cierto modo parcial o absoluto: se devalua como la propia felicidad de este siglo, una felicidad de tanatorio, una felicidad de papel moneda.

También parece que la crisis económica ha crispado la consciencia (y la conciencia) de más de uno; se ha propagado una especie de rabieta existencial generalizada por la coyuntura actual y ha abierto los ojos a bastantes personas, es como si se hubiera entrado en una especie de nube o estado alterado de conciencia: «¡Vaya!, empieza a darse cuenta de cosas, razona, piensa... ¡si es que le ha dolido el bolsillo!» Es decir, después de estos años de bonanza y de optimismo que cegaban el previsible futuro turbio, muchos han vuelto en sí y se han encontrado con que ya no pueden seguir el mismo tren de vida, con que su felicidad vale menos: a menor capital, menor felicidad y a menor felicidad, menor alegría.

No crean que felicidad y alegría sean lo mismo. Como todo significante, cada palabra tiene un significado concreto y unos matices únicos: el sinónimo perfecto “no” existe, los sinónimos son semejanzas entre palabras mellizas. La felicidad es un estado de conciencia o de ánimo más bien físico que se manifiesta con el placer de los objetos y con la cercanía de las personas. Por otro lado, la alegría es más eléctrica, es un sentimiento vivo que se estereotipa con la gracia de cada cual mediante gestos, desmesuras, júbilo… La alegría es en definitiva una consecuencia parcialmente intrínseca en la felicidad; elemento éste último detonante del primero, aunque no necesariamente, de ahí el carácter parcial. Cómo no, hay diversos tipos de felicidad, unos de envoltorio, otros de caramelo.


Centrándonos en el texto de Clément Rosset, que creo haber titulado acertadamente, nos imbuiremos de lleno en el término alegría, analizando la dicotomía que distingue el filósofo francés en dicho término: la alegría ilusoria por un lado y la alegría paradójica por otro.

Para Rosset la alegría ilusoria consiste en «la ilusión efímera de haber acabado con lo trágico de la existencia», mientras que la alegría paradójica consistiría en «una aprobación de la existencia considerada como irremediablemente trágica». Ambas definiciones son claras e ilustran el primer párrafo del texto que comentamos.

La perspectiva que ofrece el filósofo francés no es muy conciliadora: o ilusión o asunción pero no una alegría plena; pues lo paradójico de la alegría paradójica (valga la redundancia) es que en su apariencia de alegría total no existe ninguna alegría, debido a que ese tipo de alegría es consecuencia de la superación de lo trágico. Como ejemplo, podría servir la imagen de un soldado pisoteando a su enemigo mientras pasa de un estado inicial de desasosiego a una sonrisa, que sería el estado final de alegría paradójica; el fin es alegre, pero el medio es nefasto. Como diría el propio Clément Rosset, cita que podéis leer en el texto transcrito de La Fuerza Mayor en la primera parte de este ciclo: «(…) Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría) (…)» A su vez la alegría es una locura que te aleja del resto de las locuras, como bien diría Rosset.

Rosset llega a sentenciar el segundo párrafo de la siguiente manera: «la alegría es paradójica o no es alegría». Parece deducirse que para Rosset la alegría es solamente paradójica en un plano verdadero y que la alegría total está asumida como paradójica en cuanto que ésta (la total) no existe como tal, sino exclusivamente como alegría paradójica. Este tipo de alegría aprueba lo trágico, mientras que la alegría ilusoria (que quiere aspirar a una alegría total) se enfrenta a la realidad de lo trágico, ya sea pasivamente o de una forma más activa. Una es sumisa mientras que la ilusoria vive sumida en la espera: en la esperanza. En el mejor de los casos la alegría ilusoria toma color en ciertos hombres o mujeres que pelean por la utopía y por la felicidad, una felicidad donde solamente existirían las alegrías. Pero según Rosset, esto sería imposible, pues solamente existe la alegría paradójica como única elegría posible.




La alegría paradójica logra adaptarse a lo trágico y solamente es posible gracias a su contradicción con la desdicha, por lo que la alegría es conocedora de su opuesto como dos enemigos se conocen entre sí. Ambos polos se sopesan, ambas se dan significado mutuamente. Pero esa indiferencia a la que nos hace referencia Rosset de la alegría paradójica no impide que ésta no sea consciente. Así pues, y en primera instancia, consciencia e indiferencia son los dos ingredientes esenciales de este tipo de alegría, tal y como se indica en la parrafada dos del texto de forma tan elocuente. En definitiva, vemos cómo existe una influencia hegeliana en la manera de confrontar el filósofo francés los dos tipos de alegría discutidos aquí, aunque parece no existir una síntesis concluyente. Digamos que la alegría paradójica es antítesis de lo trágico pero síntesis en sí misma y de sí misma como única percepción posible de alegría total.

Poco más puedo decir sobre las palabras de Rosset puesto que el propio texto ya habla por sí solo y mi comentario sobraba. Aún así, me atreveré con una última profanación (por hoy) que me servirá como conclusión. La alegría se muestra como condición necesaria para vivir la vida sin caer en la locura y como medio para conocer la realidad de forma consciente con los ojos bien abiertos mediante la insensibilidad, la indolencia y la sangre fría que este tipo de felicidad proporciona. La alegría paradójica es, en definitiva, el punto clave que debe definir a un hombre fuerte emocionalmente, que aún siendo consciente de lo trágico, por lo que no es ajeno a la barbarie (tiene moral), es capaz de asumir la realidad de forma que logra imponerse y sobreponerse a ella para vivir alegremente. Es un sí a la vida, es Voluntad de Poder.■

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE I/IV): EL CARÁCTER TOTALITARIO Y AUTOSUFICIENTE DE LA ALEGRÍA

«Uno de los distintivos más seguros de la alegría es, por usar un calificativo con resonancias deplorables en muchos aspectos, su carácter totalitario. El régimen de la alegría es el del todo o nada. Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría). Es evidente que la persona alegre se regocija de esto o de aquello en particular, pero si se le sigue preguntando se descubre en seguida que también se regocija de eso otro y de lo de más allá, y más tarde de esta y de aquella otra cosa, y así hasta el infinito. Su regocijo no es particular, sino general: está «alegre por todas las alegrías», ómnibus laetitiis laetum, como dice un amante satisfecho en una obra del dramaturgo latino Trabea, parcialmente citada por Cicerón. Frase penetrante, aunque uno ignore por completo el contexto al que pertenecía. Lo que sugiere semejante frase puede enunciarse más o menos así: hay en la alegría un mecanismo aprobador que tiende a desbordar el objeto particular que la ha suscitado par afectar indistintamente a todo objeto y conducir a una afirmación del carácter jubiloso de la existencia en general. La alegría se muestra así como una especie de total liberación de responsabilidades concedida a todas y a cada una de las cosas, como una aprobación incondicional de cualquier forma de existencia presente, pasada o futura (…)».

«(…) Lo que en el fondo diferencia al totalitarismo ordinario del “totalitarismo” de la alegría es que el primero sólo existe a condición de solicitar una incesante aprobación por parte del otro, al revés de la alegría que se contenta con su propia facultad aprobatoria (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 11 y 21. Traducción de Rafael del Hierro.

Con este texto del filósofo francés Clément Rosset comenzamos el ciclo LA FUERZA MAYOR –que consta de cuatro partes–, título que hace referencia de manera explícita al libro del que han sido extraídos todos los textos que conformarán este ciclo y a la “alegría”, tema central e hilo conductor por el que nos conduce Rosset.

Qué mejor momento para hablar de la alegría que en estas fechas, estas fechas de teatralidad llenas de buenas intenciones en apariencia. En esta vida cavernaria los seres inconscientes atados a la silla también sacan de sus bolsillos sus propios objetos para proyectar su sombra. Así, la realidad en navidad se muestra confusa, llena de engaños y sobreimpresionada: existe ya una realidad de falsedades, y encima de ésta, proyectamos otra realidad de falsedades. Pero hasta esa capacidad de autoengaño, que llamamos espíritu navideño, se está perdiendo, pues lo hemos sustituido por los malos vicios y las malas artes de la publicidad, nuestra debilidad y la desidia.

En el texto que os presento, Rosset nos exhibe la alegría como a una niñata déspota y autosuficiente, una especie de malcriada que se cree mejor que nadie. La realidad teórica de Rosset nos demuestra que la alegría es de tal calaña y que todo su narcisismo y despotismo son cualidades inherentes y necesarias en toda alegría (al menos intelectual, consciente). Supongo que muchos habremos sentido de tal forma la alegría alguna vez, cómo se apodera de todo nuestro ser e incluso nos hace (a veces necesariamente) ajenos a todo dolor y a todo sufrimiento. Pero Rosset se refiere a la alegría con miras en un pozo más profundo. No se trata de una alegría de patio de colegio, de escalera de vecinas o de borracho de bareto, donde se olvida todo lo demás (la realidad), es decir, una alegría inconsciente que sirve de paréntesis para despejarse de todo; por el contrario, se trata de una alegría consciente cuya primera cualidad es un sí a la realidad, y ello conforma tanto a lo trágico como al martirio que sufre nuestro planeta como colectividad humana: es una especie de conformismo (de lo real) que no por ello debe ir exento de crítica. Por lo tanto, la alegría de Rosset es un sí absoluto a la vida, una visión nietzscheana que ayudará “tanto para vivir la vida como para conocer la realidad”, punto de vista que trataremos más adelante en el transcurso del ciclo, más concretamente con la siguiente parte: La alegría ilusoria y la alegría paradójica. La Fuerza Mayor de Rosset, en consecuencia con lo dicho, tiene entonces cierto paralelismo con la Voluntad de Poder, incluso casi me atrevería a decir que son conceptos como poco mellizos. ¡La alegría es dionisiaca!, ¡La alegría es vida!

Tanto una alegría consciente como una no consciente comparten varios atributos: la irracionalidad y la insensibilidad frente al sufrimiento. La diferencia estriba precisamente en la inteligencia. Una felicidad consciente sería posible en una sociedad de “sí a la vida”, pero sumidos en la decadencia, nuestra sociedad se muestra a sí misma como una mula, parodiando a un exangüe Jesús arrastrando su cruz. La alegría tal y como se conoce hoy viene dada por la inversión de los valores forjada por la Iglesia y los estamentos religiosos durante siglos: nuestra alegría no es vitalista, es la alegría de la negación del ser humano, del no a los placeres, del “manoteo”… Aunque claro, visto lo visto parece que no llevo razón, pues más que nunca parece que vivimos en una época de hedonismo y de vicio (de aparente alegría dionisíaca, aunque ni el vicio ni el hedonismo lo son: la alegría de hoy es perecedera, volátil, exige consumo), pero yo me refiero al concepto de alegría sin analizar la existencia en sí misma (ya la analizaremos si es de interés para el análisis del texto). De todas formas creo que vivimos en una sociedad donde fracasa la alegría: nadie está orgulloso de sus actos, nadie está conforme con lo que tiene, etc. (y espero que me liciten estas generalizaciones); vivimos en la negación constante y en un simulacro de alegría o de alegría inconsciente para poder soportar la vida.

Supongo que he de matizar cierto aspecto. Yo me ciño al “hombre consciente” para escribir todo esto. Alguien irracional e irreflexivo lanza ponzoñosamente su voz a la realidad afirmándola, pero por la simple razón de que es incapaz de negarla: está tan orgulloso de lo que hace como una mosca de comer la mierda de los demás.

Volviendo al texto, he de analizar el carácter autoritario de la alegría. La alegría es ante todo una superación de la tristeza. Ambas se complementan, ambas son grandes amantes entre sí, pues una vida de alegría sin tristeza no es alegría como tal, de la misma forma que no hay gente alta sin gente baja; pero una vida de alegría es igualmente y necesariamente una vida sin tristeza, la cual está condenada a un segundo plano como elemento superado y no gobernante, es decir, la tristeza ocuparía un estado de “sometimiento y esclavitud”; sin embargo, la tristeza no puede vivir sin alegría o sin la promesa de ésta: la esperanza. Supongo que en el transcurso del ciclo veremos esa relación indivisible entre ambos conceptos. A pesar de todo, Rosset afirma lo siguiente: «Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría)». Esto continua en cierto modo la línea que sugería empezando este párrafo, aunque él hable de alegría total negando (e invalidando en parte mis palabras) toda convivencia con la tristeza, postura que ya se encargará el propio francés de matizar. Y para no escribir perogrulladamente, concluiré este apartado con otras palabras del propio Rosset y que hacen referencia al sí a la vida y a su carácter autoritario: « La alegría se muestra así (…) como una aprobación incondicional de cualquier forma de existencia presente, pasada o futura (…)». Incondicional es la clave.

La siguiente parrafada de Rosset: «(…) Lo que en el fondo diferencia al totalitarismo ordinario del “totalitarismo” de la alegría es que el primero sólo existe a condición de solicitar una incesante aprobación por parte del otro, al revés de la alegría que se contenta con su propia facultad aprobatoria (…)»; me sugirió la idea de LA FUERZA MAYOR y de LA FUERZA MENOR, ambas como expresiones de la alegría, pero con diferente hábitat. Mientras que la primera se muestra feliz y orgullosa consigo misma, por lo que es autosuficiente, La Fuerza Menor es felicidad dubitativa que requiere de la aprobación y del sustento del otro. Como consecuencia, La Fuerza Mayor es irracional, no necesita buscar explicación, es así porque sí, mientras que La Fuerza Menor es una felicidad humana, alejada de la irracionalidad y de la alegría de la naturaleza, que requiere de los cimientos de la razón para tener un motivo de ser o un perfil de realidad dentro de lo real. Estamos pues ante una felicidad natural y otra de artificio, ante el espectáculo y la energía de la vida y ante los fuegos artificiales llenos de colores de una vida falsificada. En definitiva, si la Fuerza Mayor es autosuficiente se debe a su “carácter jubiloso, aprobatorio e incondicional de y respecto a la existencia en general”.■