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CICLO "Genealogía de la Moral" (PARTE I/IV): «Bueno y malvado», «bueno y malo»



(…) las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadados en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» - Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza.■

FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 59. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


I
En Más Allá del Bien y del Mal (escrito que junto con Humano, demasiado Humano son de lectura obligada para entender la Genealogía de la Moral), Nietzsche dijo que solamente existe «voluntad fuerte» y «voluntad débil». La voluntad es «mandar» y «obedecer», es ordenar a algo que uno tiene dentro de sí mismo. Quien se beneficie de un mayor espíritu de liderazgo, es decir, quien tenga mayor voluntad de mando, será el más fuerte. Los «pusilánimes», hechos para obedecer, es decir, aquellos hombres de fe, aquellos de la postración ante Dios, que son los que niegan la vida, los que crean mundos imaginarios porque no aman el suelo que pisan, ni el aire que respiran ni el cuerpo que portan -pues la existencia les supera- son los carentes de voluntad y como tales son merecedores de ser esclavos, de ser poseedores de una voluntad de esclavos, de redimirse tal como lo hacen: con su sufrimiento autoinfligido e innecesario, con su apaleamiento existencial y carcelario. Y ante este tipo de seres no hay que bajar la guardia, pues su dialéctica piadosa y tartufesca es veneno para el espíritu noble. ¡Contemplémosles en su calabozo y que oigan nuestra carcajada y nuestro baile al ritmo del soniquete de sus cadenas! ¡Regocijémonos en nuestra «maldad» y despreciemos su «bondad»! –hablemos así para que ellos nos entiendan.

Ser fuerte de voluntad no significa ser fuerte físicamente; tener voluntad es, como se ha dicho, esa capacidad del hombre de mandarse a sí mismo, de empujarse, de superarse; es la VOLUNTAD DE PODER, es la fuerza, el dominio, el pastoreo, el enseñorearse con el más débil: toda voluntad lo que quiere es dar rienda suelta a su fuerza, saciar su sed de conquista, etc. Al pusilánime, a ojos de un hombre de voluntad fuerte, solo merece el desprecio y el sometimiento. Aquí vemos pues una de las grandes diferencias entre un Señor y un Esclavo, entre una mentalidad fuerte y una débil, entre los hombres libres o librepensadores, emancipados de toda supeditación metafísica, afirmadores, frente a todo hombre convicto en las redes de la fe y en la negación de los sentidos: son los negadores de la vida, de la belleza, de la fuerza y de todo aquello que signifique elevación. ¡Viva aquellos hombres que no se postran ante Dios! ¡Viva el Superhombre que es toda elevación y amante de nuevos retos, de nuevas guerras...! En definitiva, existen los hombres que se mandan a sí mismos, es más, personas ínclitas en el buen arte del mandar y del obedecer; y luego existen otras personas que solamente saben del arte del obedecer y que necesitan de otra voluntad que satisfaga su carencia en el fornido arte aristocrático del mandar: pero el pusilánime encuentra esa voluntad en las quimeras....

No debemos sentirnos culpables, no debemos sentirnos en deuda con nadie, ¡no permitamos que nos hagan juicios morales, que nos arrepintamos de nuestra fuerza, de nuestra voluntad dominante!, ¡«desjudaizaos», amigos!, ¡sed como una «bestia rubia» triunfal en la batalla, bárbaros, dionisiacos!, ¡zafémonos del resentimiento, no dejemos que crezcan gusanos dentro de nosotros: venganza inmediata u olvidar! ¡Vamos, aves rapaces!, ¿¡acaso no tenéis hambre!?, ¡allá a lo lejos veo oscuros corderos, enseñémosles nuestra alegría y nuestro amor!■


II
Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, - en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Se sabe quien ha recogido la herencia de esa transvaloración judía...■

FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 46. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


Posiblemente sea la Genealogía de la Moral el libro más destacado de Nietzsche por la repercusión en su época y en todas las personas que lo leen aún -poseedoras de la cualidad filosófica de “sorprenderse”- , además de por ofrecer una nueva “mirada moral” que desmonta la judeocristiana. En realidad lo que Nietzsche reclama no es una moral en sí si la contrastamos con la moral de las acciones, sino que es una moral relacionada con el ser del hombre noble y aristocrático; es decir, no se juzga a la acción, sino al propio hombre. Así, mientras que los judeocristianos veneran las acciones piadosas y de naturaleza abnegada y masoquista (no sufriente en cuanto que en la vida se sufre, sino que hablamos de dolor autoinfligido) «por doquier» para engrandecer a Dios (una «moral de esclavos»), el «hombre aristocrático» puede tener igualmente una acción a priori (que es lo mismo que decir “en apariencia”) piadosa y abnegada, aunque sea en realidad por exceso de fuerza, por un buen sentido de justicia o simplemente por veracidad y por un respeto a sí mismo (es, en todo caso, un nuevo tipo de piedad, nada judeocristiana: no es por engrandecerse, es por generosidad). Así pues, transcribo (cortar y pegar) estas palabras de la WEB:

«Pero Nietzsche, sin embargo, utiliza el término “piedad”, en el sentido de veneración y respeto, como un afecto positivo que se experimenta ante lo sagrado, ante lo insondable de la existencia, ante la grandeza de la naturaleza humana. Es en este sentido como el noble siente respeto de sí mismo, siente por sí mismo, pero no puede sentir por los demás».

Así que podemos describir dos tipos de moral: una aristocrática y de señores, otra esclava. La primera de ellas es aquella dicotomía entre «bueno y malo» (gut und schlecht), la otra entre «bueno y malvado» (Gut und Böse).

Gut und schlecht: Esta es la «moral de señores», aquí la dicotomía es simple (no por ello sencilla). Lo bueno es lo poderoso, lo fuerte, la fe en sí mismos, la voluntad misma de un ser con conciencia de sí mismo como ser autónomo que ve en los dioses una exaltación precisamente de ese amor a sí mismo y a sus iguales. Sin embargo, lo malo es lo débil, lo pusilánime y sin voluntad (o con una voluntad que solo obedece), y no es merecedor de odio, sino de desprecio. El aristócrata o señor huye de aquello que cría gusanos; así, el odio y el resentimiento, creadores de deudas (“el noble es un ser sin deudas”, el propio Nietzsche lo dirá en varias ocasiones en Genealogía de la Moral), son valores del hombre débil, de aquel que no es capaz de darle libre curso a su fuerza: no solo es esclavo por ello, sino que se esclaviza con mundos imaginarios. Su venganza posterior vendrá con la inversión de valores. Pero en esta antítesis no existía en realidad ese tipo de esclavo que cito ahora mismo. Es esta dicotomía el hombre malo es el débil, sí, pero también un hombre que venera la fuerza: todo un aristócrata en comparación a lo que se convertiría posteriormente, en el «esclavo bueno».

Gut und Böse: Con esta dicotomía se consuma la inversión de valores aunque a priori no lo parezca. Critican al fuerte y lo condenan, le llaman «malvado». Ser orgulloso (amarse a sí mismo) y ser fuerte es a partir de ahora denostado. Los oprimidos y débiles exaltarán su pusilanimidad, venerarán la obediencia, la piedad… Eso se ve hoy en día claramente. Ser autónomo es sinónimo de egoísmo, y tal vez lo sea, pero ¿acaso no entiendan que ese egoísmo es toda una generosidad si lo pensamos con buena conciencia?, ¿no es un ser noble y aristocrático pródigo en regalos, un ser bello? ¿Y cuál es su regalo? Pues abre el camino como conquistador con su machete en la maleza de la selva para dar rienda suelta al hombre, para dejar vía libre a toda elevación:con su osadía demuestra que no necesita de nadie, que él mismo se basta. El esclavo, sin embargo, es un NO A LA VIDA, un enterrarse, un estar muerto: es toda antítesis de aquel hombre legislador que somete las cosas a su voluntad, el noble, el superhombre. En definitiva: “Caridad, humildad y obediencia reemplazaron competencia, orgullo y autonomía”. (Ver Friedrich Nietzsche en Wikipedia) Y como bien es sabido, el hombre malo se convierte en bueno y el bueno en malvado.

¡NO A LOS ODIADORES E IMPOTENTES! Odiadores en cuanto maestros del resentimiento, tanto gusano dentro de sí… me imagino al pusilánime (al judío y al cristiano, aunque yo hablaría también del musulmán amenazador y que hoy en día nos atenaza) como carne muerta, sin ser, materia en descomposición. ¿Acaso no lo sea? Lo es ciertamente. Y es que es por ello consecuencia su impotencia, ¡imposible que carne muerta sea pródiga en dar vida y afirmarla! No tiene capacidad de procreación, todo lo que ofrece ya está muerto, son un aborto viviente, la vida les supera, ni siquiera la digieren… únicamente el pecado y el martirio son su casa. «El hombre débil y bueno» ha construido todo su mundo desde la negación. No solamente han invertido la moral –y convertido las acciones en juicios morales– sino que han invertido lo sagrado y natural, acaso no sea lo natural lo sagrado. Para ellos todo es culpable, mientras que para el malvado sólo existe la inocencia y el error, pues no son camellos.

En la actualidad, aquellos pusilánimes que se quedaron libres de la intempestiva nietzscheana amenazan al hombre europeo -y acaso ya lo enseñorean desde su negación de la vida y de todo lo bello-. ¡Despertemos los fuertes de voluntad!, ¿no veis que se aprovechan de nuestra pereza, de nuestra falta de valores, hasta de nuestras pobres leyes democráticas? Volvamos a ser legisladores, bárbaros, ¡bebamos la sangre de esos nuevos corderos y comamos su carne cocinada como premonición de victoria! O mejor: ¡sacrifiquemos cerdos y cómanoslos delante de ellos, obliguémosles a comer nuestro cerdo si es necesario y que se traguen su propio vómito! ¡Mandemos a los débiles al desierto! Un nuevo Dios se cierne sobre Europa, un nuevo Dios más ciego que el judeocristiano nos quiere dominar... Estos nuevos vítores de guerra que se escuchan desde lejos me emocionan, ¡ganas de matar un Dios tengo! ¡Cojamos las armas y ganémonos nuestra paz!■

- Textos utilizados para este artículo -

CICLO "NIETZSCHE Y EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA" (PARTE IV/IV)

EL NACIMIENTO Y LA MUERTE DE LA TRAGEDIA


A. EL NACIMEINTO DE LA TRAGEDIA

(…) entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso; esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado del otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que finalmente, por un milagroso acto metafísico de «voluntad» helénica se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática. (…)

Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, págs. 41, 42. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


Hemos de precisar bien que tanto el mito trágico (el héroe sufriente) como la música constituyen elementos puramente dionisíacos, mientras que el arte escultórico (aparencial) y la epopeya lírica (imitación de la música) constituyen elementos puramente apolíneos. Ambas vertientes, como ya se ha citado durante este ciclo, son dos instintos del arte que unidos dan como resultado la Tragedia griega. Esto no es ciertamente nada nuevo, el propio Nietzsche lo dice en el fragmento de El Nacimiento de la Tragedia (tan claramente, que casi me siento estúpido escribiendo estas palabras) que podéis leer más arriba y que ya se ha nombrado en este ciclo alguna vez, situándonos en antecedentes para entender el origen de la que fuera nuestra cultura pagana europea, la cultura del hombre enamorado del sentimiento trágico de la existencia donde cada paso hecho era una oda a la naturaleza, una apuesta por la vida en pos de una sabiduría eterna e intuitiva que la racionalidad destruiría gracias a la mirada introspectiva del Hombre, gracias a su excesiva confianza en sí mismo y gracias a la moral. Ante esta situación, los dioses del Olimpo ven estupefactos cómo el hombre huye de su naturaleza y de la esencia pura de las cosas, que no tienen ningún pretexto moral ni ético, si no que son porque sí, por decirlo de alguna forma entendible.■


B. EURÍPIDES CAE EN LA TRAMPA: LA DECADENCIA DEL ARTE CON LO SOCRÁTICO


(…) nos será lícito ahora aproximarnos a la esencia del socratismo estético, cuya ley suprema dice más o menos: «Todo tiene que ser inteligible para ser bello»; lo cual es el principio paralelo del socrático «Sólo el sapiente es virtuoso». Con este canon en la mano examinó Eurípides todas las cosas, y de acuerdo con ese principio las rectificó: el lenguaje, los caracteres, la estructura dramatúrgica, la música coral. Eso que debemos imputar frecuentemente a Eurípides como defecto y retroceso poético, en contradicción con la tragedia sofoclea, eso es casi siempre producto de aquel penetrante proceso crítico, de aquella racionalidad temeraria. (…)

(…) en cuanto poeta Eurípides es sobre todo el conocimiento de sus ecos conscientes; y justo eso es lo que le otorga un puesto tan memorable en la historia del arte griego. Con frecuencia tiene que haber pensado, con respecto a su creatividad crítico-productiva, que él debería resucitar para el drama el comienzo del escrito de Anaxágoras, cuyas primeras palabras dicen: «Al comienzo todo estaba mezclado: entonces vino el entendimiento y creó orden». Y si con su nus Anaxágoras apareció entre los filósofos como el primer sobrio entre hombres completamente borrachos, también Eurípides concibió sin duda bajo una imagen similar su relación con los demás poetas de la tragedia. Mientras el nus, ordenador y soberano único del universo, siguió estando excluido de la creación artística, todo se hallaba aún mezclado, en un caótico magma primordial; así tuvo que juzgar Eurípides, así tuvo que condenar él, como el primer «sobrio», a los poetas «borrachos». Lo que Sófocles dijo de Esquilo, a saber, que éste hizo lo correcto, pero inconscientemente, no estaba dicho, desde luego, en el sentido de Eurípides: el cual habría admitido únicamente esto, que Esquilo, porque crea inconscientemente, crea lo incorrecto. (…) De acuerdo con esto, no es lícito considerar a Eurípides como el poeta del socratismo estético. (…)


Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, pág. 115 - 118. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


Eurípides supuso el nacimiento de la racionalidad en la tragedia, el repudio hacia los instintos apolíneos y dionisíacos del arte. No es apolíneo por lo tanto, sino socrático, dicho arte racional, pues bien lo apolíneo no puede subsistir sin lo dionisíaco... Por ello la antítesis dionisíaca-socrática es irreconciliable, pues ambos no pueden subsistir juntos: la moral, por así decirlo, aniquila lo amoral; la naturaleza impura de lo racional ahuyenta a Dioniso como el fuego a las bestias. El arte imitativo apolíneo de la naturaleza y la viveza y afirmación vitales dionisíacas de ésta son derruidos ante la clamorosa racionalidad socrática, que cimenta sobre el hombre los nuevos pilares de la cultura occidental.

La tragedia griega, antes de Eurípides, se mostraba llena de vida al ser Dioniso quien lleno de "irracionalidad" se lanzaba al devenir con heroísmo ante la mirada fría de lo apolíneo, que no es sino la apariencia estética de la realidad, que Dioniso llenaba de vida. Lo apolíneo, meramente estético y corpóreo, representación (apariencia) de las cosas y por lo tanto carente de voluntad, necesitaba en definitiva de Dioniso como un pez del agua, ¿pues qué era Dioniso sino la voluntad del hombre, el espíritu activo de aquel ser que se mueve entre los sueños e imágenes apolíneas? Sin Dioniso, Apolo sería como la luna, carente de vida y gris.


Además, lo apolíneo es una expresión de arte escultórico, frente al arte socrático de la moral, que juzga la acción: cosa que no hacen ni Sófocles ni Esquilo, que se maravillan ante la tragedia (y ante las alegrías dadas en ella) sin plantearse si es bueno o si es malo, sino diciéndose un “así es la vida” , cimentando desde la realidad misma (objetivamente, acaparando toda la existencia). ¿Qué es Sócrates sino un advenedizo del cristianismo? Con la racionalidad comienza la decadencia del hombre, una nueva forma de civilización. A partir de ahí se forja toda una cultura y una tradición nacidas del discurso, toda una obra que tiene como debilidad que es sostenida por el hombre en lugar de por la naturaleza y sus dioses olímpicos. ¿Y acaso pensáis que el hombre irracional, el hombre dionisíaco, era irracional en el sentido que hoy entendemos? ¡Porque el hombre dionisíaco es la superación de todas las cosas, es amoral, está por encima del bien y del mal y por ello su comprensión de la realidad es total y su conciencia mucho mayor! ¿Acaso no necesitaba Dioniso a Apolo, quien le daba un principio aparente en el que se forjaba todo el orden de la naturaleza, el orden natural de las cosas (bien expresada en el Olimpo)? Pero la estética socrática se basta a sí misma para destruir milenios de pureza, nace del artificio de las ideas del hombre: la moral es una especie de hijo bastardo de la naturaleza.

En definitiva, lo socrático entendido como moral y puramente racional sin concesiones, representa la huída del hombre de lo Dionisíaco, algo que llegaría a su máximo placer estético con la Ilustración y que fue producto del forjado de muchos siglos. ¿A dónde llegará el hombre con su provocación a la sempiterna irracionalidad de las cosas? ¿Cómo continuará este desafío del hombre contra el orden natural de las cosas y la intuición? ¿Por qué nos empeñamos en ser meramente seres morales, negadores de la realidad compleja, asumiendo cosas como buenas y malas y desdeñando lo que consideramos malo? A fin de cuentas, lo que Nietzsche viene a decir es que la moral supone la muerte del arte puesto que ésta niega parte de lo que es real: su criticismo destruye lo que hay de bello y trágico en el arte, que debe ser objetivo, dionisíaco. ¿Por qué el hombre no supera la realidad y la admite toda entera para empezar a ser acción en lugar de someterse a la pasividad del ser moral? Sólo negando se podía presentir, supongo, la muerte del hombre artístico, del hombre helénico antiguo anterior a Sócrates, del hombre trágico que asumía la vida como tal.

Así, la estética socrática se desenvuelve en la tragedia sin alma ni voluntad, repleta de máscaras; así nace la nueva tragedia de los restos de Dioniso. Supongo que hoy en día es siempre invierno en la vida los hombres negadores: ¡Busquemos heroicos y valientes, no cegatos, nuevas primaveras!■

Otros textos seleccionados pero no utilizados para este ciclo:
Otros textos de El Nacimiento de la Tragedia

CICLO "NIETZSCHE Y EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA" (PARTE III/IV)

CULTO CONTRA FE CRISTIANAS.
EL PAGANISMO Y EL MONOTEÍSMO.
LA DECADENCIA DE EUROPA.

(a León Riente)


(…) La leyenda de Prometeo es posesión originaria de la comunidad entera de los pueblos arios y documento de su aptitud para lo trágico y profundo, más aún, no sería inverosímil que ese mito tuviese para el ser ario el mismo significado característico que el mito del pecado original tiene para el ser semítico, y que entre ambos mitos existiese un grado de parentesco igual que existe entre hermano y hermana. (…)

(…) Y así los arios conciben el sacrilegio como un varón, y los semitas el pecado como una mujer, de igual manera que es el varón el que comete el primer sacrilegio y la mujer la que comete el primer pecado. (…)


Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, págs. 96, 97. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.

(…) Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo que si es bueno como si es malo. (…)

(…) Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera que las rosas brotan de un arbusto espinoso. (…)


Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, págs. 53, 54. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.

El pecado atenta contra la moral, mientras que el sacrilegio lo hace contra el orden natural de las cosas, pues el pagano (el ser ario) reconoce a la naturaleza tal cual es y tal como se manifiesta, por lo que su enfoque es amoral y pagano frente lo moral y semítico de las religiones monoteístas. El pagano llega así a un mayor grado de comprensión de la naturaleza y de la vida en sí, mientras que el monoteísta, al no superarla, intenta transformar la vida mediante la moral, transfigurando así su entorno y la propia naturaleza del hombre, estableciendo el muro que nos alejaría de las primeras y esenciales cosas de la vida.

¡Qué más podría decir de esas palabras de Nietzsche con la que se empieza a leer este artículo! ¿Acaso no habla claro Nietzsche? ¿No debería ser necesario un simple aldabonazo suyo para hacer que una mente intuitiva brote de alegría? No, el hombre actual se empecina “cual cochino obstinado” (¡ja!) a negarlo todo. ¿Y acaso no habla Nietzsche de la exuberancia pagana, del culto estético y de la vida heroica de los hombres antiguos europeos? ¿Acaso no habla de esa voluntad pagana y afirmadora ante la vida, de ese reconocimiento triunfal y grandioso hacia los dioses que representan la naturaleza misma: sus frutos, sus iras, sus…? ¡Qué vida más auténtica la del pagano, la del ser de las cosas bellas, la del ser amante de las cosas naturales, la del “ser del culto” que abraza a los árboles! Pero claro, esto se da entre hombres puros y gentes nobles, entre mentalidades bonhomías que aceptan el orden natural de las cosas.

Con la "espiritualización" (entre comillas, pues precisamente esa espiritualidad es la carencia de ella) y moralidad socrática, precursoras de las doctrinas monoteístas del mundo e iniciadoras del largo proceso de decadencia de Occidente y del ser europeo (no olvidemos que Nietzsche es en cierto modo un identitario europeo), nos alejamos de la belleza del mundo, del culto a la vida. Ya nada es y no, ni nada es bello y feo, sino que algo es bello y lo feo debe ser borrado; y lo que es debe ser torturado por lo que es no. Y la concepción moral es cambiante, pero no como un fluir sanguíneo y vital, sino como un gusano deambulando entre una materia muerta en descomposición; si antes era algo sí, bien podrá ser no posteriormente. Eso es por falta de claridad de ideas, por falta de valores auténticos y de una identidad voluptuosa; y así sostienen el mundo no sé cuántos millones de pusilánimes… A modo de proclama, al estilo de León Riente, utilizo sus mismas palabras: ¡Una Europa judeo-cristiana, es decir, débil, no durará ni cincuenta años más! Y qué gran verdad la de León Riente. Sólo un pagano se atrevería lanzar tal proclama, tan valiente predicción. Si bien cincuenta, o sesenta, o cien años más… ¡da igual!, Europa debe cambiar de actitud o dejará de ser la que fue, cuna de sabiduría, un lugar inspirador para el mundo entero.

Europa está rendida… ¡¿Acaso necesitamos un nuevo Prometeo, un nuevo amigo para el hombre?! ¡O Sócrates! ¡O moralistas! ¡Vosotros fuisteis, sí, aquellos que cometieron el primer sacrilegio contra la vida! ¡A vosotros bien es debida nuestra decadencia! Mirad a Oriente y juzgad… ¿no veis el empuje de grandes civilizaciones que nos aplastarán como a hormigas? Europa está indefensa ante esas corpulentas y musculosas masas culturales y pueblos, más firmes y vigorosas que “Europa la Cansada”. Ya no somos espartanos, ni celtas, ni siquiera romanos, ahora somos la Europa de todo el mundo, una Europa rendida ante su historia… ¿Por qué te sientes culpable, Europa, de tu historia? ¿Acaso no eres ejemplo del devenir, de la vida misma, que construye y muere y luego vuelve a nacer? ¡Sí, esa historia la hicieron los moralistas, aquellos que ven sólo lo bueno y lo malo, no la voluntad del hombre desafiando la vida en el acto, en la acción! En la antigüedad no existía el acto moralizado, sino el acto paradigmático: era la cultura de los hombres ejemplares y notables, la del culto a las acciones que hacían bellos a los hombres y a los pueblos. Y es que antes no había pecado, sino sacrilegio. Y ante el sacrilegio nada queda impune: el que mata atenta contra la vida misma y debe sufrir su castigo, el que... Y no penséis que el hombre no-moral (amoral) era un ser sin conciencia, ¡pues tantas cosas significa conciencia! ¡Ay de aquellos que le dieron una semántica moralizante! ¡Todo nuestro verbo es judeocristiano!


Muchos pensarán que el paganismo es sangre, pero ¿cómo no iba a serlo si ésta significa vida, si es el fluir mismo de la vida? ¿Acaso los cristianos no beben la sangre de Cristo? Toda religión o concepción de la vida se me antoja sangrienta, unas más y otras menos, otras más bellas, otras no tanto, otras afirmadoras y otras negadoras. Eso es la fe y el culto. El culto es el ofrecimiento, es una explosión de voluntad del hombre hacia lo que ama, propio de seres de conciencia despierta, sapientes de su lugar en el mundo; al contrario, la fe es la ceguera, un retraimiento del ser que no ofrece nada más que su propio sufrimiento auto inflingido, producto del dogma previamente moralizado; se deduce pues que en el cristianismo la moral es filtrada y es convertida así en dogma. ¿Qué muerte tan espantosa para el hombre? Ya no está muerto al negar la vida, sino que deja de pensar: es el hombre puramente sin conciencia, que sólo obedece a lo revelado por ... ¿quién?

Y bien, espero que este texto escrito por mí, junto con los de Nietzsche, dejen constancia de una Europa que fue y de la Europa que es hoy, de una Europa vigorosa y fuerte y una moribunda y culpable de haber sido el paradigma, el ejemplo a seguir del resto de los pueblos, y si no ejemplo, al menos objeto de admiración. ■

CICLO "NIETZSCHE Y EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA" (PARTE II/IV)

EL UNO PRIMORDIAL, LA INTUICIÓN DE LA UNIDAD DE LAS COSAS, LA INOCENCIA DEL DEVENIR Y LA VOLUNTAD DE PODER


El Nacimiento de la Tragedia es la primera gran obra de Nietzsche. El propio filósofo dice de ella que es un tanto “inmadura” haciéndose así mismo una autocrítica, que sentenciaría de forma apabullante al señalar que Wagner y Schopenhauer «echaron a perder su obra». Y es que en EL Nacimiento de la Tragedia es más que patente sobre todo la influencia de Schopenhauer, utilizando su terminología. En relación a Wagner, su influencia es más artística, más musical que filosófica, pues tal es el campo del músico; y casi diría que la música es filosofía, o, al menos, materia etérea en constante filosofar: es como si Nietzsche buscara lo apolíneo y lo dionisíaco en Schopenhauer y en Wagner.

Podría decirse que este libro surgió de una inspiración wagneriana, con la que Nietzsche pudo escribir esta interesantísima primera obra, publicada en el año 1872, fecha a la que ya hicimos referencia en la PARTE I de este ciclo. Además, Nietzsche ya muestra con maestría su talento como elaborador de antítesis, como confrontador de fuerzas, que a posteriori, con Genealogía de la Moral, alcanzaría el grado del genio en la elaboración de dichas figuras retóricas.

Al escribir estos artículos para este ciclo me he propuesto ser lo más intuitivo posible, de la misma forma que lo fue Nietzsche escribiendo El Nacimiento de la Tragedia; siendo así lo más natural, igual de natural que un perro noble expresando su dolor y su alegría, sin fisuras, sin falsedades, siempre verdadera, nunca coartada por la vergüenza o el miedo hacia las miradas opacas y «acegadas» del “espectador crítico”. Así he de expresarme pues, natural, sin artificios propios de nuestra cultura, dionisíacamente, o lo que es lo mismo, o casi lo mismo, trágicamente. ¡Sea este ciclo con sus artículos una especie de prosa ditirámbica!

También hemos de tener en cuenta el substrato metafísico de esta obra, substrato que el propio Nietzsche atacaría en obras posteriores. Así pues, El Nacimiento de la Tragedia ha de situarse en una primera fase dentro de toda la obra de Nietzsche que podríamos llamar período metafísico.

Sin más dilación, empecemos analizando el pensamiento trágico nietzscheano, esa intuición de la que se percata Andrés Sánchez Pascual prologando El Nacimiento de la Tragedia:

(…) Lo que Nietzsche expone en este escrito es su intuición y su experiencia de la vida y de la muerte. Todo es uno, nos dice. La vida es como una fuente eterna que constantemente produce individuaciones y que, produciéndolas, se desgarra a sí misma. Por ello es la vida dolor y sufrimiento: el dolor y el sufrimiento de quedar despedazado lo Uno primordial. Pero a la vez la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y reconcentrarse en su unidad primera. Y esa reunificación se produce con la muerte, con la aniquilación de las individualidades. Por eso la muerte es el placer supremo, en cuanto que significa el reencuentro con el origen. Morir no es, sin embargo, desaparecer, sino sólo sumergirse en el origen, que incansablemente produce nueva vida. La vida es, pues, el comienzo de la muerte, pero la muerte es condición de nueva vida. La Ley eterna de las cosas se cumple en el devenir constante. No hay culpa, ni en consecuencia redención, sino la inocencia del devenir. Darse cuenta de esto es pensar trágicamente. El pensamiento trágico es la intuición de la unidad de todas las cosas y su afirmación consiguiente: afirmación de la vida y de la muerte, de la unidad y de la separación. Mas no una afirmación heroica o patética, no una afirmación titánica o divina, sino la afirmación del niño de Heráclito, que juega junto al mar. (…)

Palabras de Andrés Sánchez Pascual es la introducción de: Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, págs. 19, 20. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.

La Inocencia del devenir muestra al hombre sufriente sometido a los avatares de los dioses y al irrefrenable fluir de las cosas. La vida es un chorrear constante que se escapa del hacer humano, por ello el hombre es inocente en el devenir; no debe sentirse culpable, pues no es su poder controlar su destino ni el inexorable acontecer: la historia es en tal sentido de una esencia mitológica y epopéyica, no moral (y lineal), sino heroica (y cíclica) e irracional; la responsabilidad reside en los dioses por lo tanto, por ello el Olimpo era el consuelo del hombre griego, por ello el hombre griego les ofrecía culto: el poder de los dioses no era ni cuestionado ni amonestado, ya que el poder de tan elevadas esferas era asumido sin más al escaparse de la comprensión humana (bajo esta óptica el hombre griego era sumamente honesto y bellamente trágico): Nietzsche nos muestra al hombre antiguo más sabio, consciente de su pequeñez en el mundo. ¡Qué bello pues el hombre trágico, el hombre dionisíaco, mostrándose fuerte, activo y titánico, como héroe mortal ante los dioses!

En oposición a esta idea nace a posteriori la Culpabilidad del Devenir bajo el masoquismo socrático de la moral, haciendo responsable al hombre del orden natural de las cosas, dando al hombre todo el protagonismo de la existencia. En el orden natural de las cosas expuesta apolíneamente con el Olimpo, la Ley y el Orden eran aventurados por los dioses, mientas que con el precursor Sócrates la Ley queda bajo el influjo artificial del hombre, bajo la mirada confusa y manipulable de la moral y de la ética, siempre arropada por los harapos de la apariencia. La ley Natural es transparente, y así nada queda impune. La intuición, saber primordial de las cosas naturales y eternas, queda aniquilado ante la racionalidad socrática, saber lógico de las cosas artificiadas. El sufrimiento dionisíaco era consecuencia en parte de esa transgresión a lo apolíneo, que era el orden, producto de las pasiones y de la vida que se expresa naturalmente y de forma espontánea: a esto se le llama heroicismo.

La inocencia del devenir es aceptar el mundo tal como se nos aparece. La ética, floreciente en el hombre racional en un sentido no apolíneo, sino socrático, pretende poner diques al fluir. Qué gran negación de la realidad no querer rumiar con alegría lo que acontece: los moralistas pretenden, por poner un ejemplo, negar la naturaleza del carroñero que come carne muerta, pensando que su naturaleza es inmoral cuando es la Ley, dentro del orden natural ,que le ha sido otorgada e impuesta. La inocencia del devenir es la única verdad del mundo, siempre cambiante, nada absoluta, sino en constante reciclar, como constante ida y vuelta al Uno Primordial: «(…) la inocencia del devenir es la comprensión de la realidad y de nosotros mismos sin orden, sin permanencia, sin legalidad alguna que venga de fuera; el orden y la legalidad las pone el hombre en un mundo cambiante para negarlo. El devenir no tiene sentido, ni una interpretación verdadera y exclusiva, ni un modo único de ser valorado y apreciado. Es fluyente y cambiante, multiforme e inabarcable, supone aceptar que el mundo es tal y como se nos aparece y no como a la razón le gustaría que fuese. La inocencia del devenir es una conducta que está más allá del bien y del mal, de los conceptos cerrados y negadores de lo fluyente, supone la comprensión del cambio y de las apariencias fuera de la vanidad humana que pretende hallar verdades y valores absolutos»
(www.forosofia.com/private/conceptosniet.doc).

El Uno Primordial debe entenderse bajo la intuición de la unidad de las cosas y bajo la ley que impone la inocencia del devenir. Ese desgarramiento (nacimiento o comienzo de la muerte) y posterior fusión (muerte y condición de nueva vida) con el Uno Primordial es un ejemplo del eterno devenir. Es el eterno retorno (la afirmación constante de la vida), no sabemos de si lo mismo o de lo diferente (aunque si reciclado), que Nietzsche ya intuía y que es una forma de pensamiento trágico. Y dicho pensamiento es dionisíaco, pues a él va dirigido: Dioniso, dios de las pasiones, del vino y de la alegría, que nace en primavera y muere en invierno, ¡¿no simboliza él el Uno Primordial y su fluir además de la naturaleza esférica del tiempo que siempre regresa al mismo punto?! Y este fluir no es un fluir cualquiera, no es el fluir de los racionales, de los moralista, no es un fluir de progreso… es un fluir cíclico, un fluir con el que Nietzsche pretendía incrustar en el tiempo la noción de eternidad, para que la historia adquiriera otra dimensión, la dimensión irracional, pues la historia como tal no tiene sentido, no tiene un fin, es un constante devenir de ida y vuelta hacia el Uno Primordial, un constante combate de fuerzas en eterno antítesis para posterior síntesis.

El Uno Primordial es la auténtica voluntad si hacemos caso a la definición de Schopenhauer sobre este término, definición que utilizó Nietzsche: «(…) no significa una facultad individual o colectiva, sino (…) el centro y núcleo del mundo». La Voluntad aparece así como principio unificado y originario del mundo; pero a su vez es «múltiple en sus formas fenoménicas», tal como aparece impreso en las Notas del Traductor de la edición que he utilizado de El Nacimiento de la Tragedia (Nota nº20), mostrándonos intuitivamente su principio creador. Entonces el Hombre aparece en el mundo como individuaciones (múltiples éstas), como desgarramientos del Uno Primordial. El hombre no es pues un hombre con voluntad propia bajo estas normas definitorias, sino un espectador de esa voluntad omnipotente, que manifiesta mediante el arte escultórico (quedándose estancado en la apariencia); así mismo, el hombre también es parte de esa voluntad, con la virtud de poder representarla, incluso podríamos decir que el hombre es voluntad en cuanto que procede de ella (pero no es el sujeto, por lo que realmente no es la voluntad misma, sino una pequeña emanación), expresada mediante lo dionisíaco (la música, el héroe, etc.). Creo que existe una gran conexión entre esa "carencia de voluntad" y la inocencia, pues al ser el hombre creador de nada, sino meramente un espectador del eterno fluir y un imitador mediante el arte de la existencia, queda totalmente exento de una valoración moral, de la misma forma que no consideramos malo o bueno a un niño que hace una trastada, simplemente decimos que es un niño. Por ello, no es malo el hombre dionisíaco lleno de una voluntad irradiada de esa voluntad suprema, transgrediendo lo Apolíneo, provocando a Apolo alegremente. La concepción es totalmente amoral, no hay ni bueno ni malo en una acción vitalista y afirmadora; si bien lo dionisíaco es el desparpajo, la heroicidad del hombre, y lo apolíneo es ese orden que le ha dado el hombre helénico al mundo, su consuelo ante una vida verdaderamente irracional. Así que el hombre no tiene una voluntad propia, sino el impulso manifestado de la voluntad suprema de la vida, del Uno Primordial; lo apolíneo es lo que pone orden, lo que frena la vida desbordada y la alegría inconmensurable de Dioniso. Afortunadamente, ambos se sintetizaron, ambos se comidieron recíprocamente para que hubiera Ley y Orden entre los hombres, pero también alegría.

Sin más, me rindo ante mi incomprensión o comprensión parcial de El Nacimiento de la Tragedia. Sólo un hombre lo más intuitivo posible podría comprenderlo masivamente. Yo, seguro y no conforme de mí incompetencia al verme como demasiado racional, he de asumir que ante las palabras aparentemente sencillas de este libro se esconde una gran sabiduría, un saber que es eterno y que no se atiene a razones, y eso es lo que fastidia al socrático, perseguidor de verdades absolutas y de una realidad no cambiante.■

CICLO "NIETZSCHE Y EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA" (PARTE I/IV)

DE LO MORAL Y LO AMORAL Y
DE LA RAZÓN A LA IRRACIONALIDAD
Por encima del bien y del mal


Me reafirmo aquí en que Nietzsche es en lo concerniente a la vida un verdadero entusiasta, un soplo de aire fresco, un pájaro con vuelo firme e impetuoso en la tempestad, un AFIRMADOR con mayúsculas cuya lectura da como resultado una orgía dionisíaca intelectual y una gratificante y rehabilitadora sensación de bienestar consigo mismo.

¿Qué es la moral? Pues la distinción entre el bien y el mal; ¿y qué es lo amoral? Pues una perspectiva crítica de lo moral; amoralismo ciertamente: la visión de que no hay principio de bien ni de mal moral determinable, y que la vida es irracional en sí misma y decir lo contrario es negarla absolutamente: entender esto es entender a Nietzsche. Por ello el cristianismo es negación de la vida (y no sólo el cristianismo, sino toda visión teológica o ideológica de cualquier índole), pues es sustancialmente moral, e yendo más lejos, moralmente tendenciosa y aniquiladora; ¿y por qué aniquiladora? Pues como diría Nietzsche en su prólogo para la tercera edición de El Nacimiento de la Tragedia (escrito en 1886 de forma tardía, pues dicho título fue publicado en el año 1872) atacando el cristianismo:

(…) la incondicional voluntad del cristianismo de admitir valores sólo morales me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una «voluntad de ocaso»; al menos, un signo de enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento hondísimo de la vida, -pues ante la moral (especialmente ante la moral cristiana, es decir, incondicional) la vida tiene que carecer de razón de manera constante e inevitable, ya que la vida es esencialmente algo amoral, (…) ¿cómo?, ¿acaso sería la moral una «voluntad de negación de la vida», un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del final? ¿Y en consecuencia, el peligro de los peligros?... Contra la moral, pues, se levantó entonces, con este libro problemático, mi instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas a la vida, una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas. ¿Cómo denominarlas? En cuanto a filólogo y hombre de palabras bauticé, no sin cierta libertad -¿pues quién conocería el verdadero nombre del Anticristo?- con el nombre de un dios griego: las llamé dionisíacas.

Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, año 2004. BA 0616, pág. 33, 34. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.

¿Y por qué despojarse de toda moral? ¿Por qué tener una sensibilidad de artista nietzscheano? ¿Por qué encumbrarse a las alturas, tan alto que pueda vislumbrarse lo bueno y lo malo como una masa homogénea, donde la bondad y la maldad, en consecuencia, sean indistinguibles? ¿Cómo entender todo esto? Pues asumiendo que la vida es irracional y que toda conjetura moral es, por lo tanto, una especie de mala hierba que pretende desprender a la realidad de su propia esencia irracional, irracional en cuanto que la existencia (la vida) no tiene ninguna justificación de ser, ni la necesita, pues existe porque ella misma es existencia; en consecuencia, lo moral es siempre la negación de parte de algo, mientras que lo amoral es asentarse en el placer de la vida, un placer que podríamos calificar de libertad nietzscheana, donde todo constituye un elemento positivo para la vida, ya sea aparente o sensible, (ni) bueno, (ni) malo...

(…) tan sólo un dios-artista completamente amoral y desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es darse cuenta de su placer y soberanía idénticos, un dios-artista que, creando mundos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis en él acumuladas. (…)

Friedrich Nietzsche. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, BA 0616, pág. 32. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.

Nietzsche califica toda valoración artística como anticristiana pero a la vez como opuesta a la vida. Lo hace refiriéndose a El Nacimiento de la Tragedia. Dicho prólogo, del que ya hice referencia más arriba, es ante todo una crítica a esta primera obra de Nietzsche, un Nietzsche aún inmaduro, donde él mismo se regaña por su desliz romántico contagiado en aquella época Goethiana: «Contra la moral, pues, se levantó entonces, con este libro problemático, mi instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas a la vida, una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas». Para mí supone una contradicción a priori, aunque no me atrevo a aventurarme en este aspecto por mi conocimiento parcial de Nietzsche y asumiendo que este artículo es toda una profanación de su palabra: no quiero ni pretendo hablar como el que sabe, siempre escribo para ver si me entero de algo.

Pero vayamos a la cuestión morbosa, más o menos respondida. ¿Es la vida racional o es irracional? Y respondida esta pregunta, qué menos preguntarnos: ¿Es la vida moral o amoral? ¿Y dónde se encuadra lo inmoral?

Si la vida puede explicarse sin caer en la metafísica o en la especulación (o incluso cayendo en las dos) ésta debería tener por lo tanto un principio racional. ¿Pero toda explicación racional es racional? Esta pregunta parece absurda, pasarse de rosca, pero hasta Nietzsche insinúa que toda moral carece de razón: ante la moral (especialmente ante la moral cristiana, es decir, incondicional) la vida tiene que carecer de razón de manera constante e inevitable, ya que la vida es esencialmente algo amoral; cuando la razón misma (el intelecto) se supone que racionaliza (hace entendible) una acción o la realidad. Esta visión puede aplicarse a la misma naturaleza de la existencia: la razón misma de la vida reside en su irracionalidad, en su incomprensible ser. Sea ésta la filosofía paradójica de Nietzsche.

Asimismo, creo que la perspectiva amoral constituye una moral por encima de la moral y de lo inmoral, que visto desde la postura amoralista constituyen lo mismo sin distinciones. ¿No es en definitiva lo moral e inmoral dos vertientes de a favor o en contra sobre una acción determinada sin posibilidad casi de autocrítica, elemento que si se vislumbra en toda aptitud amoral? ¿Acaso no nos dice Nietzsche que nos despojemos de toda la basura que nos han inculcado, de toda la mala conciencia y odios y hagamos nuestra propia transvaloración, que seamos artistas y creadores? ¿No es en definitiva la transvaloración la manera amoralmente constructiva de acercarse a la verdad de lo aparente, de la mentira, de lo falso, etc. para clarificar la realidad? ¿No es en definitiva Nietzsche un diseccionador moral, un Darwin catalogador de especies morales, un científico de la filosofía? ¿Científico? Pues claro, ¿no parten a caso ambos de la misma realidad?

Pero ante todo hemos de asumir la paradoja de que nadie puede escapar de la moral, ni siquiera el propio Nietzsche; nadie puede estar por encima del bien y del mal en la vida, solamente la vida misma en sí puede estar a esa altura: así de insignificantes somos los seres humanos. Nadie puede ser tan insensible, ni permanecer tan apartado del mundo social como para no tener cierta tendencia a moralizar o ser moralizado (ser objeto de un juicio moral) hacia un lado u otro. Pero aún asumiendo esta paradoja nos encontramos en que una perspectiva amoralista nos sirve como autocrítica, como una forma de ver clara e imparcialmente las cosas, una especie de herramienta de análisis, que lo es, que nos ayudará a tener los ojos abiertos y saber a ciencia cierta que en realidad nada es bueno ni malo, sino que nos parece bueno y malo. La vida es Dionisíaca por ello, y por ello debe tener la Vida nombre de un Dios, pues tan elevado está, tan por encima del bien y del mal. Solamente siendo artistas podremos acercarnos a él, solamente siendo alegres podremos soportar las contradicciones, pero sin olvidar que hasta Dioniso mira Apolo a los ojos y a veces éste último intenta advertir a Dioniso de sus excesos y travesuras.■


ESQUEMAS PREPARATORIOS DE EL CICLO "NIETZSCHE Y EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA"

De Esquemas


De Esquemas

NIETZSCHE Y EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO


“Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, - ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón»; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa -de «llevar a casa» algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», - ¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón -¡y ni siquiera nuestro oído!Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser -¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta... Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano», en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»...”

Friedrich Nietzsche, La Genealogía de la Moral, Alianza Editorial, Madrid, 1986, octava reimpresión, Prólogo, 1. Páginas 17-18.


“Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, - ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?”

Afirma Nietzsche que los conocedores no se conocen a sí mismos. ¿Qué puede suponer esto sino que sólo vertemos nuestra mirada hacia lo exterior? El modo de conocer occidental es un modo de conocer para el manejo del mundo; es un modo del conocer práctico para el trato con la ciencia y la técnica y sólo con lo productivo; es un modo de olvido y huida de lo interior.

El universo interior, nuestro más preciado tesoro, queda así olvidado y postergado sine die. El único haber auténtico que transportamos con nosotros mismos, que supone nuestro propio ser, el único haber que no podemos dejar atrás queda olvidado y despreciado: mañana intentaré pensar, mañana analizaré qué me pasa; mañana veré por qué no soy feliz a pesar de tenerlo todo. Así el haber interior, nuestra alma, lo que nos hace felices o desgraciados, queda desatendido por siempre.

¿No es penoso que verdades tan simples e importantes tenga que recordárnoslas un autor que ha sido calificado de ateo o al menos de agnóstico? ¿O será que Nietzsche era más auténticamente espiritual y hombre interior de lo que muchos de sus intérpretes y superficiales conocedores piensan? Alguien que proclamó la “muerte de Dios” o, al menos, de lo que supone la palabra “Dios” -pues también afirmó que creería en un Dios que cantara y bailara- ¿no proclamaría más bien la muerte de lo que supone “Dios” como metafísica, como falsa espiritualidad, como hipocresía de las iglesias y de los religiosos, como odio hacia la vida, como positivismo científico, como abstracción y mundo de sombras intelectuales que se aleja de la vida?

Es aparentemente penoso que nos recuerde estas verdades un autor como Nietzsche; pero no, pienso que Nietzsche era más auténticamente hombre profundo (interior) y amante de la verdad –aunque se equivocase como todo humano- que muchos de los tomados y proclamados como hombres espirituales por aquellos que no se conocen a sí mismos ni a los demás y no piensan con cierta profundidad; por aquellos que toman la vestimenta y los modos por la realidad, el continente por el contenido.

Afirma Nietzsche a continuación que este olvido del conocimiento de nosotros mismos por parte de “los que conocemos” tiene un buen fundamento, el que “no nos hemos buscado nunca” ¿Cómo se va a encontrar el que no se busca? Y añade luego “Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón»” citando a Jesucristo. ¿No es curioso? ¿No nos hace pensar esta cita que Nietzsche no fue tan despreciativo del mundo interior como algunos autores piensan? Y ello a pesar de que clamase frecuentemente en contra de toda religión constituida y de sus hipócritas representantes.

¡Ah! ¡qué verdad es que “nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento”. De este modo nuestras búsquedas están ya lastradas desde el principio por el lugar donde hemos puesto nuestro corazón y por las creencias e intereses previos que nos mueven. ¿Quién negará la formidable intuición hermenéutica que subyace en todo escrito nietzscheano?

Dice nuestro autor a continuación: “no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros”. En efecto, al ser extraños para nosotros mismos, al huir de nosotros mismos, no nos queda otro remedio que tratar de confundirnos con la masa. Tratar de ser masa. Si no, nuestra soledad, al estar solos con nosotros mismos -que somos extraños para nosotros mismos-, sería extrema y todo el mundo huye de la soledad extrema.

¡Qué diferencia con aquel que se conoce a sí mismo, y que, del cuidado, solidaridad y sacrificio por los otros extrae el propio aprecio, de tal forma que no se siente solo cuando está a solas consigo mismo, sino acompañado de la persona que ha querido ser y que está plenamente llena de este cuidado y atención a los demás. Porque quien se da a los demás sin esperar nada a cambio posee el afecto que da, centuplicado en sí mismo.

No sabemos lo que vivimos en cada situación, nos dice Nietzsche. No meditamos sobre nuestra vida. No poseemos ninguna técnica de conocimiento verdadero de nosotros mismos y de conocimiento de los demás; ningún conocimiento de la constitución interior para poder estudiarnos a nosotros mismos. ¿No hay aquí material de sobra para reflexionar seria y profundamente? Bueno, si no lo hacemos se cumplirá siempre en nosotros lo que Nietzsche denuncia: “Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros…

NIETZSCHE Y LA CRÍTICA A LA CULTURA OCCIDENTAL NIHILISTA

por Juan Dianes Rubio


-¡Y qué sutiles instrumentos de observación tene­mos en nuestros sentidos! Esa nariz, por ejemplo, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con venera­ción y gratitud, es hasta este momento incluso el más deli­cado de los instrumentos que están a nuestra disposición: es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de mo­vimiento que ni siquiera el espectroscopio registra. Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, -en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final. El resto es un aborto y todavía-no-ciencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. O ciencia formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática. En ellas la realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema; y tam­poco como la cuestión de qué valor tiene en general ese convencionalismo de signos que es la lógica. -

F. Nietzsche, Crepúsculo de los Ídolos. La «razón» en la filosofía. 3.


La directa apología de la vida nietzscheana, su estilo provocador frente a los orgullosos de su intelecto no da rodeos, incide directamente en lo que desea expresar sin atenerse a falsos respetos humanos: Nietzsche contrapone las fuerzas cognoscitivas de los sentidos, es decir, del cuerpo en sus sentidos, de la biología, de los instintos frente a la pretendida verdad de la ciencia positivista del siglo XIX. -¿Se sugiere quizás también alguna capacidad intuitiva superior del superhombre? No olvidemos sus contactos con el orientalismo presente en la época, entre otras, en las filosofías de Shopenhauer o del propio Hegel-.

Por otra parte, ¿cómo hablaría ningún filósofo o teólogo dogmático con veneración de una nariz? ¿De su capacidad olfativa? La tesis de Nietzsche -que la historia de la filosofía confirma en gran medida- es que los filósofos como Platón, Descartes, Kant, Hegel, etc., en cuanto ejemplos señeros, han realzado solamente la razón, una razón que sólo se guía por los pre-conceptos que ya son en gran medida pre-juicios de los miopes y alicortos conocimientos de cada época, ya que la vida –ese juego de fuerzas colosal del Universo- no puede ser captado por una filosofía conceptualista o por una ciencia o una religión excesivamente dogmáticas: “es capaz de registrar (la nariz) incluso diferencias mínimas de mo­vimiento que ni siquiera el espectroscopio registra”, nos dice Nietzsche.

Sin embargo, el germano parece aceptar el postulado esencial de toda ciencia, es decir, la experiencia sensible y el experimento que se basa en la comprobación por medio de los sentidos de todo fenómeno que se quiera tomar como real: “Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, -en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final”. Lo acepta en la medida en que progresa la ciencia sólo al aceptar “el testimonio de los sentidos”.

Desprecia, aparte de esto, en consonancia con su vitalismo irracionalista, todo lo que vaya más allá de este testimonio de los sentidos. Es curioso, sin embargo, que en este aspecto coincida precisamente con el positivismo científico –en la versión práctica ya existente en su época- que tacha de falsedad, de vacío, de ilusión o simplemente de hablar por hablar, a todo conocimiento que vaya más allá de los sentidos: “El resto es un aborto y todavía-no-ciencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento.”. ¡Eterno y curioso coincidir de los extremos!

Por otra parte, cita las llamadas hoy ciencias formales como la lógica o la matemática: “O ciencia formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática.”, diciendo la razón por la que las agrupa en el mismo sitio que la metafísica o la teología, porque “En ellas la realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema;”, es decir, sólo desenvuelven la estructura de la mente lógica al razonar con signos lógicos o matemáticos.

Por tanto, estamos ante la crítica de Nietzsche a toda la cultura occidental conceptualista y a toda filosofía dogmática, es decir, a todo lo perteneciente a lo que califica como Nihilismo pasivo, que, según Nietzsche, tuvo como comienzo la filosofía de Sócrates, el cual inauguró un conceptualismo aplicado a la moral dando al traste con la forma de ser presocrática expresada en la Tragedia griega. En ésta, Apolo prestaba la forma armoniosa a un contenido formado por la vida (Dionisos), expresándose la vida con ello en todo su gozo y en toda su exuberancia que no excluye el sufrimiento.

Platón, según Nietzsche, empeora la situación trasladando la ideas a un trasmundo, el Mundo de las Ideas -para él especie de cielo filosófico que no existe- y, por otra parte, todo esto fue aprovechado por el judaísmo y el cristianismo, seguido luego por los filósofos conceptualistas, llegando esta transvaloración en el tiempo hasta la “muerte de Dios” representada por los filósofos materialistas y ateos del siglo XIX.

Tenemos entonces el siguiente cuadro. El Nihilismo pasivo representa la figura del “Camello” que acepta la carga y dice sí a todo. Es la mentalidad del débil, del hundido, del que se auto mortifica y, según Nietzsche, dice no a la vida.

La “muerte de Dios” supone comenzar a terminar con esta primera transvaloración y empezar a destruir los antiguos valores, lo cual representa el "Nihilismo activo" . Esto es representado por la figura del "León" que se revuelve y destruye los antiguos valores heredados en esta cultura occidental. Una vez conseguido esto aparecería el Superhombre, representado por la figura del "Niño", que juega creativamente a construir nuevos valores en el horizonte del eterno retorno de lo idéntico.

Pienso que ¡no hacía falta negar a Dios para cantar a la vida! ¡No hacía falta negar a la Vida para afirmar la vida!

La desdicha de Nietzsche es haber nacido en un siglo que entendió la religión como tortura, en un siglo en que "Dios no cantaba y bailaba en el universo".■

CRÍTICA A Y AFIRMACIÓN DE LO REAL: Conociendo a Nietzsche


(…) si Nietzsche es, en primera instancia, afirmador y, en segunda, crítico, ¿cómo armoniza lo segundo con lo primero? ¿En qué medida la empresa crítica llevada a cabo por Nietzsche es compatible con el principio nietzscheano de aprobación incondicional de lo real, con la confesión muchas veces repetida de no acusar jamás ni a nada ni a nadie, ni siquiera a los acusadores, como dice en concreto el aforismo 276 de La Gaya Ciencia? La solución de esta aparente paradoja reside en una distinción entre dos sentidos cercanos pero diferentes de la noción de “crítica”. Criticar significa hoy ante todo poner en duda, contestar, atacar, acusar; en este sentido, Nietzsche no es crítico en absoluto. Pero criticar significa también, y en primer lugar, según la etimología griega y latina del término (Krinô, krittikos, cernere), observar, discernir, distinguir. En este primer sentido, que excluye toda idea de lucha y de combate (“demasiado bien educado para luchar”, decía Nietzsche de sí mismo), Nietzsche es crítico: observador despiadado, pero sin ninguna mala intención, o sea, sin otra intención que la que consiste en ver y en comprender, y de manera accesoria en hacer ver y hacer comprender. (…)

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, pág. 95. Traducción de Rafael del Hierro.


La afirmación de lo real en sentido nietzscheano es asumir todo lo que ocurre y todo lo que vemos, todo lo que constituye toda materia (viva o inerte), como expresión propia e inevitable de la vida. Parece un conformismo, pero no lo es: es como asimilar que nos llamamos de tal manera o que somos bajos o altos; no es un conformismo con lo que acontece (pues todo acontecimiento está sujeto a una valoración moral y ética), sino de un asimilacionismo de la realidad para bien o para mal, una realidad que es así porque sí. La vida es irreductiblemente de una forma y cuanto antes asumamos tal situación nos hallaremos en la vida con la cabeza más alta y con una mayor consciencia percibiremos la realidad, de forma que nos podremos defender mejor: es como prepararse para la guerra, la Gran Batalla de la Vida. Y de toda esta percepción de lo real podemos deducir el objetivo mismo de toda la crítica de Nietzsche, que descarta todo tipo de pugilato o de careo, pues todo combate o confrontación constituyen una negación de lo real; así que toda acción activa debería consistir en “observar”, en “discernir” y en “distinguir” con la idea de conocer la realidad en lugar de negarla. Así, toda la crítica de Nietzsche se presenta como una gran labor detectivesca cuyo objetivo es “hacer comprender”, “hacer más consciente o visible lo verdadero”: las cosas pueden cambiarse en medida en que se conocen. En definitiva, Nietzsche no “duda” porque ve la vida con claridad y no “contesta” porque la vida habla por sí sola: él solo mira, observa y escribe, es el auténtico terror de lo aparente.

Si se vislumbra conformismo es por pura incomprensión o por un simple malentendido semántico o contextual. Todo espíritu de crítica, sea de la calaña que sea, es de por sí una postura inconformista y transformadora. Toda la labor de Nietzsche ha radicado en la consecución de la verdad y en el esclarecimiento de las concepciones de la vida para desvelar toda la falsedad en la que hemos vivido y en la que aún vivimos. Y aún así Nietzsche no niega toda voluntad negadora, ni lo falso ni la mentira, pues forman parte de lo real, pero de la misma forma que la alegría yace como superación de la desdicha, lo real y lo verdadero son superación de lo falso y de la mentira. Definitivamente, la labor de Nietzsche supone un camino hacia la verdad, una verdad que aspira a ser absoluta en lo real: el espíritu de Nietzsche no deja de ser en todo momento Voluntad de Poder, una Voluntad transformadora.

Quisiera hacer cierta matización sobre la antítesis conformismo-asimilacionismo que he dado a entender y que creo existe. El conformismo consiste en dejarse llevar por y adaptarse a la realidad tal como se presenta, por lo que si se muestra verdadera o falsa da igual, el individuo la acatará sin contestación. Sin embargo, el asimilacionismo es comprender la realidad, tanto en lo falso como en lo verdadero. Y esto último tiene mucho de transformación, pues a mayor asimilación mayor espíritu de crítica podrá tenerse; ¡y qué gran arma transformadora y de transvaloración!, ¡qué gran arma frente a los censuradores y eliminadores de toda crítica feroz, siempre empeñados en que no pensemos, en que no veamos, en que no les veamos a ellos!

Para concluir, hacer especial hincapié en que la crítica de Nietzsche no es apta para el combate ni para la lucha, su forma de crítica es demasiado sutil, demasiado peligrosa como para constituir un arma idóneo para una guerra convencional. La violencia es producto de pasiones cegadoras que enturbian la razón, por lo que debe eliminarse para que toda crítica sea veraz e imparcial. Alguien con una pistola podrá matarnos de un tiro pero qué vergüenza pasará después cuando se vea desnudo (y quién sabe si opta por la bala por haber sido desnudado antes), esclarecido, desenmascarado por una crítica feroz, cuando escuche los resoplidos y las rugientes onomatopeyas de un león, dentro de las fauces de la verdad.■

Enlace con texto relacionado:
Meditando sobre Nietzsche:
de lo «VERDADERO», lo «APARENTE» y lo «REAL»

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE IV/IV): RESENTIMIENTO

«(…) según Nietzsche, hay dos tipos de rumiantes: los que rumian sin cesar, pero sin lograr digerir (caso del hombre del resentimiento), y los que rumian y digieren (caso del hombre dionisíaco). Malos y buenos rumiantes. Generalmente se interpreta así: el mal rumiante no tiene acceso a la dicha porque está atado al pensamiento de la desdicha, mientras que el buen rumiante accede a la dicha porque supera el pensamiento de la desdicha, porque logra digerirla. Pero no es eso lo que exactamente lo que piensa Nietzsche en materia de rumia. Mirándolo más de cerca, el reparto de los papeles es bastante diferente: el buen rumiante tiene acceso a la vez a la dicha y a la desdicha, mientras que el destino del mal rumiante radica en no tener acceso ni a la una ni a la otra, pues ignora la dicha porque no logra digerir la desdicha, pero ignora también la desdicha precisamente porque no logra digerir su pensamiento. El hombre dichoso tiene acceso a todo, y en especial al conocimiento de la desdicha; el hombre desdichado no tiene acceso a nada, ni siquiera al conocimiento de su propia desdicha. Del mismo modo que el pensamiento de la vida incluye el pensamiento de la muerte, así también, en general, el pensamiento de la dicha –la beatitud- implica un profundo e inigualable conocimiento de la desdicha (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, pág. 51. Traducción de Rafael del Hierro.


Como bien dice Rosset “el buen rumiante tiene acceso a la vez a la dicha y a la desdicha”. El buen rumiante es la imagen del superhombre o del sabio, de aquel que ha superado algo y puede ver con anchura y holgura el paisaje del obstáculo, ya detrás. Qué imagen más lastimosa la del mal rumiante, y ya no sólo porque no supere en este caso la desdicha (ciñéndonos al texto, aunque podría ser cualquier otra cosa), sino por el hecho de que ni siquiera tiene acceso a ella. El mal rumiante es un toro perdido en la dehesa, sin pastor, sin perro… es un ser sin brújula sumido en una confusión y en una barahúnda de emociones que no entiende, ni sabe cómo afrontar. El mal rumiante es en definitiva aquel que no es consciente, aquel que vive en el martirio, aquel que o bien es feliz de esa forma o no quiere ser libre: vive en el infierno sin conocer a sus demonios. Porque seamos realistas, hay quien se siente cómodo en la incomprensión de su desdicha. En este caso la desdicha no se supera, sino que se acepta la no superación: es la abnegación del pusilánime.

En definitiva, el sí a la vida (principio del buen rumiante) se divisa como una confrontación con y posterior superación de la existencia, mientras que el no a la vida (característica del mal rumiante) es un estado de pasividad donde los acontecimientos pasan por encima de su cabeza, aplastándolo, sin conocer el significado de nada.

Pero hablemos del resentimiento. Éste es una emoción característica del mal rumiante, emoción que bien podría calificar a multitud de débiles y de pusilánimes. Es en consecuencia una palabra que describe al hombre de mala conciencia. Éste tipo de hombre se define a sí mismo como un mal, como una razón mala, puesto que representa una moral reducida. Bien haríamos si nos despojáramos de toda emoción negativa, de toda carga: ¿queréis ser un camello?


El hombre resentido es un ser de la espera, un ser de contención y de ebullición de odios. Es un rosal descolorido y sin pétalos, todo un tallo lleno de espinas. No afronta la vida, pues se calla y deja que el odio y la desdicha le corroyan por dentro. Esta aptitud es muy delicada, de hecho constituye todo un peligro, pues éstos, maltratados por egos superiores, encontrarán en su resentimiento los argumentos necesarios para una venganza desproporcionada, o lo que es peor, se convertirán en mártires o sádicos envueltos en sotana o en traje con corbata. Ejemplos hay muchos, de los cuales mejor no decir demasiado: muchos de ellos son venerados y reverenciados, por muchos de ellos se erigen monumentos grandiosos, ¡la mala conciencia se contagia, no entiende de "beatos"! Pero que quede bien claro que la historia está llena de personajes que han llevado sus neuras provocadas por la mala conciencia a términos insoslayables, incluso hay pueblos enteros que viven en el martirologio y licitan acciones inhumanas con argumentos de pobrecito de la historia. Y he ahí que derivamos a la culpa: arma para hacer más grande el pecado, arma del sacerdote y del débil, hoy en día tan bien utilizada por todos y todas, por poderosos y no poderosos. Todo esto ha provocado odios y desconfianzas, pues el hombre no se mira al espejo, prefiere su sombra. Somos alumnos de pusilánimes, no veo rastro de luz, ¡veo mala conciencia y carencia de fuerza por todas partes! Y lo peor de todo es que todo este hilo de estupideces, desde el resentimiento a la culpa, es por no afrontar las cosas, por pura incomprensión, pues como diría Rosset, el hombre del resentimiento, el hombre de la mala conciencia, no tienen acceso a nada, ni a la dicha ni a la desdicha, ni al bien ni al mal… su moral es nula, es un ignorante, ¡y he ahí el mal!

Para concluir esta entrada y este ciclo sobre Clément Rosset señalar que el filósofo francés no dice nada nuevo, como ningún filósofo actual. O eso creo, pues leyendo a Rosset casi interpreto sus palabras como una hermenéutica sobre Nietzsche. No creo que haya que tomar ni a Rosset ni a Nietzsche literalmente, pues la vida se puede afrontar de muchas formas, pero si algo queda claro es que lo importante es no rendirse y que debe tomarse la vida como un juego, como una especie de deporte donde el rival es uno mismo: el peor enemigo.■

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE III/IV): LA ESPERANZA



«(…) Hesíodo, a lo largo de Los trabajos y los días, asemeja la esperanza al peor de los males, a la peste que ha quedado en la caja de Pandora a la libre disposición de los hombres, que se abalanzan hacia ella en la creencia de que ahí encontrarán la salvación y el antídoto contra el resto de los males, cuando se trata de un veneno entre los demás, si no del veneno por excelencia. Todo lo que se parezca a la esperanza, a la espera, constituye de hecho un vicio, o sea, una falta de fuerza, un defecto, una debilidad. Un signo de que el ejercicio de la vida ya no marcha por sí solo, de que se encuentra en una situación crítica y comprometida. Un signo de que falta el gusto por vivir y de que la continuidad de la vida debe en lo sucesivo apoyarse en una fuerza sustitutiva: ya no en el gusto por vivir la vida que uno vive, sino en el incentivo de una vida distinta y mejor que nadie vivirá jamás. El hombre de la esperanza es un hombre que se ha quedado sin recursos y sin argumentos, un hombre vacío, literalmente «agotado»; semejante a ese hombre del que habla Schopenhauer en un pasaje de Parerga y Paralipomena, que «espera encontrar en los consomés y en las medicinas de salud y el vigor cuya verdadera fuente es la propia fuerza vital». Por el contrario, aunque sólo fuerza porque dispensa precisamente de la esperanza, la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 32, 33. Traducción de Rafael del Hierro.


Bien hace Rosset en recurrir al sabio poeta griego Hesíodo para decir con sus palabras en nuestra era que la esperanza es “el peor de los males”, una especie de fuente en la que muchos beben “en la creencia de que ahí encontrarán la salvación”. Qué fino y qué brusco a la vez, qué sutileza en el verbo y qué abrupto con el ataque hacia el hombre débil: sin piedad, sin temor… pero con certeza de lo que es la fuerza y de lo que es la debilidad. Y qué bien saben los gobernantes, aprendices todos ellos de sacerdotes, de que la esperanza es un arma, un arma de la fe, una especie de promesa sobre algo que no existe: el ofrecimiento de un crédito que todos pagarán con su esfuerzo pero por el que no recibirán a cambio beneficio alguno, pues en eso se queda la esperanza: en la promesa de algo, en un arma de demagogia y de aprovechamiento.

El hombre débil, sin armas, es incapaz de luchar si alrededor merodea el aroma putrefacto de la esperanza, la promesa de que el futuro les aguarde el gran fruto: la felicidad. Hoy en día, más que nunca, nos venden la esperanza como una especie de pócima mágica, una panacea para nuestra existencia material e insípida: seguid adelante, nos dicen, sed optimistas, dicen también, tened esperanza en el futuro, insisten, vuestro gobierno trabaja por vosotros, bla bla bla, no os dejaremos en la estacada, apuntillan magistralmente. Y así habla el político, así hace uso de la esperanza. Son sacerdotes, se aprovechan de los débiles; y aunque no reparten hostias y vino si hablan en un púlpito y a veces dan cerveza gratis en una barra.

La esperanza es la parálisis de la voluntad, es la espera interminable, un esqueleto en representación de un hombre vacío y desecho, una especie de invalido: es el pusilánime por excelencia, un hombre que sustituye la vida, el sí a vivir, por la perspectiva de una felicidad: no es activo, sino pasivo. Sentenciando drásticamente, el esperanzado es un cobarde, un hombre que o bien hipoteca su vida en las ilusiones que cualquier mercader de utopías le vende (político, sacerdote…) o un hombre que espera inmovilizado en un punto la resolución de todos sus problemas, la salvación.

Lo que Rosset nos dice es sumamente importante, la Vida hay que vivirla, hay que ir hacia el objetivo, esforzarse, luchar hasta el final: la felicidad no es gratuita. En una Voluntad fuerte y vigorosa debe residir la mejor de las virtudes humanas.

Pero no crean que estoy sumamente convencido de lo que he dicho, si bien es cierto que me suscribo a cada una de mis palabras, no por ello siento cierto recelo al ver cierta heroicidad en las acciones de personas que viven con esperanza toda su vida (supongo que si veo cierta incoherencia es por una incompatibilidad del significado convencional entre las palabras). Pero hablo de una esperanza activa, no pasiva, de una especie de Voluntad que empuja a ciertas personas hacia la resolución de un problema que todos dan por imposible y que está por encima de toda naturaleza de debilidad. Es más, es en grado sumo una demostración de fuerza, un espíritu de lucha, de guerrero, que solamente atesoran aquellos que no dejan el campo de batalla hasta el final. Para el Hombre de tal esperanza no existe la rendición: no espera inmovilizado ni se vende a las fábulas de los mercaderes, no agarrota sus músculos en una silla ni deja pasar el tiempo sin evolucionar, sino que con resolución y vigorosidad se yergue ante la adversidad para desafiar al destino. Un destino que si bien está determinado no está escrito, es solamente el resultado de las sumas, restas, divisiones y demás aplicaciones matemáticas que se conciben entre multitud de acontecimientos.

En definitiva, lo que nos viene a decir Rosset es que la esperanza, al igual que la alegría, son dos fuerzas, y que ésta última es la fuerza vital por excelencia, al ser el elemento indispensable para hacer la vida soportable. La esperanza es una fuerza sustitutiva de la vida, un aletargamiento del ser: «…la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»■