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LEÓN RIENTE


León Riente es todo un espectáculo en persona. Es un aguerrido patriota, un nacionalista y un revolucionario, y también un pagano y un racialista de primera, pero ante todo es, como yo y muchos de los que siguen este blog, un librepensador; pero antes de eso, antes de lo primero, es persona, es un hombre, es un ser con emociones, debilidades y fortalezas. Pocos hay como él que sin pudor defienden a su raza y a su pueblo, aunque ello provoque cierto rechazo social entre el personal programado por el sistema, un personal programado para odiarse a sí mismo y para repudiar todo aquello que les ha traído hasta su presente. Y no me refiero a la historia de España, sino al hilo de sangre que le precede a cada uno. Es la traición a la propia sangre el mayor sacrilegio de la modernidad, y es que es la sangre donde se centra y se encuentra toda posibilidad real de espiritualidad humana casi tangible. El hecho de que se pueda ver, incluso tocar, no lo hace menos espiritual. Los paganos son hombres de vista, no de oído, los dioses no son fantasías racionales, sino un hecho consumado, una realidad evidente. Y llegará, señores, llegará el día que los hombres blancos podamos reclamar de nuevo nuestro derecho de sangre sobre estas tierras, nuestro ius sanguinis, y expulsar a los traidores y mancillados.

Tengo la suerte de ser amigo de León Riente y compartir con él ciertos momentos. Más de una vez me ha acompañado a mis marchas por el bosque, por la llanura o por las alturas, y bien he de decir que viéndolo por esos parajes, arrojado a la existencia cual león en su sabana, se desenvuelve como si se tratara de su propia casa.

Muchos se pensarán si uno es tal como escribe en el blog. Es decir, si la sombra que uno proyecta de sí mismo por internet se ve reflejada de algún modo en la realidad. Tengo que asegurar que si de León Riente se percibe una fuerza mayúscula, una claridad desnuda y una impetuosidad controlada, además de una gran intelectualidad y cultura, y sabiduría, y madurez... en la realidad es así pero... mejor.

Y bien, una noche cualquiera León Riente y yo quedamos. No quedamos para hablar nada más, sino para beber cerveza, una tras otra. A lo largo del trayecto que nos llevaría a la cervecería observamos cómo los magrebíes y sus tiendas ocupan varias calles. Ya se ven con descaro bandas de moros pululando por las aceras, echando mano de nuestras mujeres blancas y mirándonos desafiantes tanto a León como a mí; pero nuestros ojos claros también desafían a los de ojos negros. Ojalá ese desafío se materializara en violencia hacia nosotros, hacia todos los blancos. No podéis imaginaros el hambre que tenemos de pelea, pero no de pelearnos porque sí, sino para defender lo que nos pertenece. Llegado al punto de que el extranjero se enseñorea, llegado al punto de la ausencia de un estado nacional, anhelamos la guerra como una vía de purificación, como un ascenso espiritual, semejante al sentimiento de un espartano en plena casquería. Derecho a defendernos, derecho que nos damos nosotros. Llegado el momento, de ser necesario, aplicaremos nuestro propio derecho: así hablan los soberanos.

Los establecimientos chinos no son pocos. También ocupan bastante en Algeciras. Pero esta gente son educados, inteligentemente educados, se integran, inteligentemente se integran, no se mestizan, pues sabiamente tienen conciencia de lo que es su etnia, es decir, su raza más su cultura.

Llegamos a la cervecería. Empezamos a beber con auténtico goce. Hablamos de varias cosas: sobre los últimos artículos de El Mundo Daorino, sobre Fichte, sobre Cavalli Sforza, sobre el matrimonio, sobre los hijos... Mientras bebemos, observamos que el fenómeno de la conguización, en la ciudad que esta noche nos acoge, está más extendido de lo que nosotros deseamos. Pero más extendido están aún ciertos rasgos mediorientales. Así, derivado de estas cuestiones, León Riente y yo empezamos a disertar sobre ciertos tipos de mucho interés para nuestros desarrollos sociogenéticos: el agricultor neolítico, el cazador-recolector cromañoide, el pastor indoeuropeo, etc. Quiero decir que la cerveza no es un eximente para nosotros a la hora de hablar de temas que creemos serios.

Tras todo esto, salimos de la cervecería, más alegres de lo que entramos. Justo enfrente, ante nuestros ojos sorprendidos, observamos como un grupo de personas danzaban con músicas extrañas. Los fenotipos eran variados y los colores abigarrados. Nada de homogeneidad, nada de pureza. La calle estaba plenamente bastardizada. ¡Oh, desgracia nuestra! ¡Esto es lo que ha provocado más de dos mil años de cristianismo y sus hijos marxistas! ¡Esto es lo que ha provocado tanto amor indiscriminado y sin conciencia de lo que se ama! ¡Esto es lo que pasa cuando no se enseña a amar, cuando la gente no sabe lo que es un valor! Promiscuidad pululante, juventud desnortada, padres orgullosos... ¡de qué! Mujeres con poca ropa, las menos recatadas, las más emputecidas... Y los chicos, ¡oh!, excitados, deseosos y malcriados por unas chicas que lo dan todo hecho, todo cocinado, todo sin forzar al varón a conquistarla. Entonces León Riente irrumpió en aquella verbena popular... ¡pero popular de no se sabe qué pueblo! -desde luego no era el español-, donde una heterogénea muchedumbre adornaba el mundo sensible con bailes ininteligibles y pavorosos, intentado dar sentido a unos ritmos que sonaban negroides y a todo volumen. No existía ningún pudor estético, el caos y la asimetría inundaban todo a nuestro alrededor.

Y bien, León Riente irrumpió en la verbena popular, irrumpió porque ocupaba toda la calle... Sí, y no lo hizo para bailar. Tras él observé con asombro cómo separaba una a una a un montón de parejas interraciales que bailaban abrazadas, cogidas de la cintura, separaba a aquellas en las que había un español, o una española, ¡separaba a posibles futuras familias mestizas! El personal allí presente, sin poder dar crédito, se quedó con la boca abierta al no poder hacer nada contra tal ímpetu. No obstante, aquel que intentara tocar a León Riente seguramente se vería reducido al instante. Tras esta tarea, la verbena extranjera prosiguió.

León Riente, aún furioso, marcó el camino hacia la siguiente cervecería. Pero de repente me vi solo por la calle y al echar la vista atrás me encontré a un fornido León cogiendo en peso una lavadora, levantándola por encima de sí como si se tratara de una pluma. Consecutivamente, en arrebato de fiereza celtíbera, con su rostro levemente sonrojado, empotró contra un pivote de hierro el pesado objeto, fragmentándolo en varias partes. Finalmente, León Riente y yo nos dirigimos a una nueva cervecería. Más relajado, León Riente bebió y rió y luego nos marchamos a nuestras respectivas casas por unas tierras que cada vez eran menos nuestras.■