EL ÁRBOL DE LA CIENCIA, de Pío Baroja


Pío Baroja (1872-1956) es uno de los más destacados miembros de la denominada Generación del 98 y es considerado por muchos como el mayor exponente literario del siglo XX en el terreno de la novela española. En este artículo nos centraremos en su obra El Árbol de la Ciencia (Ediciones Caro Raggio/Cátedra, 19ª edición, 2004, nº225), publicada en 1911, y concretamente en la transcripción que podréis leer más abajo, de la que extraeremos ciertas ideas y reflexiones, donde se narra la historia de un estudiante de medicina que acabaría ejerciéndola profesionalmente…

En el famoso portal Wikipedia me he encontrado con una numeración que destaca ciertas Características del 98 que se desprenden de la novela que aquí tratamos. Dichas características se resumen en seis puntos:

1. La amargura existencial
2. El hastío
3. La angustia
4. La melancolía del pasado
5. La incertidumbre ante el futuro
6. El cosmopolitismo

Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/El_%C3%A1rbol_de_la_ciencia

Dichas características se desprenden claramente en el libro que glosamos, especialmente «la amargura existencial» y «la angustia», que se condensan en la lectura a modo de imágenes desalentadoras y trágicas. Y no es nada extraño, España es mostrada como un país diferente al resto del mundo civilizado, casi incivilizado y absurdo, agarrotado por la moral judeocristiana y por el odio a la inteligencia y el ingenio, donde la vileza y el egoísmo son atributos dominantes. Sin duda, Baroja muestra una España descompuesta y atrasada, ya propensa al desastre y bajo la sombra de un pasado glorioso, dirigida por instintos animales o por la superstición. La patria española, enfrascada en la península ibérica, parece un cadáver político a finales del siglo XIX, cuando ya pierde sus últimas colonias y la poca gloria que les quedaba. Baroja es un hijo literario del desastre del 98, y de ahí nace la angustia, el hastío, la incertidumbre y la amargura, de ahí surge en cierto modo toda una generación de escritores que nos han regalado una de las mejores y mayores literaturas a nivel mundial.


Los parajes de la novela más penetrantes e interesantes son sin duda -al menos para mí-, más que la radiografía que pretende hacer Baroja del populacho desde la narración de la relación de Andrés Hurtado con Lulú o el paraje manchego, las conversaciones entre el protagonista y su tío Iturrioz. Hay retazos de gran filosofía, bajo el influjo de Schopenhauer y Kant, expresados con una gran claridad. La causalidad, el empirismo, el racionalismo, la fe…; por supuesto, todo ello bajo la mirada de un hombre existencialista que asume la realidad como nacida del propio yo y la verdad como unanimidad («Es unánime porque es verdad, no es verdad porque sea unánime» – Ver Pág. 162-165). Casi se deduce que la realidad es una opinión cerebral o de la inteligencia y de los propios sentidos y que la verdad sonsacada de dicha realidad es una voluntad democrática de consenso entre los hombres: el empirismo pasa necesariamente filtrado por la inteligencia o razón puras, y no importa si el resultado es erróneo o falso, sino que sea útil. Me fascina, para qué negarlo, que la realidad tal como la conocemos sea una mera opinión de los hombres, un relativismo o escepticismo que produce vértigo y que dinamita toda esperanza y todo esfuerzo por conocer la cosas tal como son. Es trágico y hermoso esa “invalidez” del hombre; ante el Universo casi parecemos parapléjicos, inmóviles en un punto, inmóviles en el espacio y en el tiempo universales.

Por las múltiples reflexiones del libro a nivel filosófico (cabe destacar la cuarta parte de la novela, Inquisiciones, donde prevalece el diálogo directo –ver nota 74, pág. 180), que dan relieve a las inquietudes del protagonista de la novela, merece ser leído El Árbol de la Ciencia; sin duda, lo que Baroja nos ofrece es algo más que una novela y algo más que su aprecio por la filosofía alemana, es su propia cosmogonía y visión del mundo, además de su particular visión de España y del ser español.

«Poco a poco y sin saber cómo, se formó alrededor de Andrés una mala reputación; se le consideraba hombre violento, orgulloso, mal intencionado, que se atraía la antipatía de todos.

»Era un demagogo, malo, dañino, que odiaba a los ricos y no quería a los pobres.

»Andrés fue notando la hostilidad de la gente del casino y dejó de frecuentarlo.

»Al principio se aburría.

»Los días iban sucediéndose a los días y cada uno traía la misma desesperanza, la seguridad de no saber qué hacer, la seguridad de sentir y de inspirar antipatía, en el fondo sin motivo, por una mala inteligencia.

»Se había decidido a cumplir sus deberes de médico al pie de la letra.

»Llegar a la abstención pura, completa, en la pequeña vida social de Alcolea, le parecía la perfección.

»Andrés no era de estos hombres que consideran el leer como un sucedaneo de vivir; él leía porque no podía vivir. Para alternar con esta gente del casino, estúpida y mal intencionada, prefería pasar el tiempo en su cuarto, en aquel mausoleo blanqueado y silencioso.

»¡Pero con qué gusto hubiera cerrado los libros si hubiera habido algo importante que hacer; algo como pegarle fuego al pueblo o reconstruirlo!»

Pío Baroja. El Árbol de la Ciencia. Ediciones Caro Raggio/Cátedra, 19ª edición, 2004, nº225. Pág. 218


He elegido este texto porque refleja al hombre de voluntad precursora, al incomprendido, a aquel que debe lidiar con las mentalidades pobres, toscas y simples de su tiempo. Un hombre así está abocado a observar atónito la emanación de odios y envidias "sudadas" de los seres periféricos de su vida de forma incomprensible e injustificada. Por parte del incomprendido, o bien nace igualmente el odio o la más guerrera de las indiferencias y se encierra en sí mismo o en los libros; sí, en los libros, un espacio de ideas y pensamientos donde poder encontrar comprensión y fortaleza intelectual. Y es que el hombre reflexivo se demuestra peligroso, pero peligroso en el buen sentido, peligroso para los farsantes, explotadores y déspotas, pues no es un esclavo, sino un librepensador, un aristócrata en el mundo de las ideas.

El texto refleja la vida de los pueblos, donde las habladurías y mala conciencia eran denominador común y el mejor demagogo o charlatán el líder indiscutible, a quien se le hacía más caso que al cura en una misa: ¡cómo no en una España donde la fe estaba por encima de la razón! O al menos así era en Alcolea, pero no seamos piadosos, esa maldad existía y aún sigue existiendo, sólo que soterrada, más sublimada; ahora hay fe, pero en otras cosas: la ignorancia de hace cien años era analfabeta, la de hoy academizada o desenseñada.

Mismamente, la fe es útil porque ofrece un asidero existencial y hace más sencillo el gobernar a los hombres. A Andrés Hurtado le fastidiaba esta idea de sumisión y de mortificación, era un problema para aquella España orgullosa y atrasada, hastiada y sin voluntad: no había laboratorios, ni investigaciones, no había una voluntad por el descubrimiento y la ciencia y por lo tanto, no había voluntad de progreso. España era bastión del cristianismo, pero también de la ignorancia.

La verdad es que me siento muy identificado con Andrés Hurtado. En un pueblo alejado de su tierra natal debió sentir con gran pesadez la hostilidad de los nativos de aquel pueblo manchego de nombre Alcolea. Es difícil describir esa hostilidad por lo foráneo, esa desconfianza por el sincero –cuando de tal ser no habría precisamente que desconfiar nada, es el más noble de los seres-; es, en definitiva, indescifrable -pues uno no sabe por qué surge realmente- esa mentalidad semítica de doblez, prejuicio y picardía en el peor de sus sentidos; y con esto no digo que los foráneos sean sinceros, sino que Andrés Hurtado era foráneo y sincero en Alcolea. Por más que lo intento no encuentro esa mentalidad semítica en la naturaleza, lo que demuestra lo anómalo de tal mentalidad. El hombre español de aquella época, que aún existe, se mostraba semíticamente natural, como si un mono hablara como Pablo de Tarso o las hormigas construyeran Iglesias de forma autómata e instintiva, es decir, sin conciencia: la naturaleza fue sustituida por otra naturaleza edificada por el hombre que acabó siendo igual de natural que la propia naturaleza, pues perdió "su razón de ser primigenia" para convertirse en un "así porque sí", en un incuestionamiento de las cosas, amoral en el peor sentido (por debajo del bien y del mal, pues hablamos de una mentalidad de esclavos). El español era por instinto absurdo y grotesco, infame perpetrador del retraso de la nación, que con tanta vanidad aplaudía defendiéndolo como modestia e insignia de la raza española. ¡Cuánto mal ha hecho la Iglesia a este país!

Sin duda, Baroja moraliza al hombre y a su propio pueblo, lo juzga por el hecho de mostrarse ilógico e irracional como la vida misma e incapaz de comer del árbol de la ciencia. Y lo hace con razón, pues vivir mostrándose de forma natural en un sucédaneo de naturaleza es un error.

Pero bueno, dicho todo esto, animarles a que se lean la novela, pues de ella puede extraerse muchísimo más. Yo, a pesar de toda mi elocuencia discursiva, prefiero pasar a la acción, por lo que me quedo con el “Baroja gamberro y subversivo” -jeje-, y es que ¿a quién no le seduce prenderle fuego a un pueblo (o un banco, o un hipermercado... -jeje-) entero o reconstruirlo?■