LOS MOROS EN ESPAÑA

(AYER Y HOY)
por Arjun



Acerca de la presencia musulmana en España, aprecio unas analogías dignas de consideración entre el panorama actual y situaciones pasadas de nuestra historia, por encima de las lógicas diferencias de tiempo y circunstancias entre ambos momentos.

Sin pretender sentar cátedra acerca de una cuestión que requiere de unos conocimientos sólidos para profundizar con solvencia en ella, me arriesgo a exponer unas reflexiones sobre el particular. Unas simples lecturas de aficionado no bastan para desentrañar ningún misterio ni ofrecer alguna teoría indiscutible, pero aún así podemos señalar aquello que no escapa a una observación detenida, llamar la atención sobre algunos aspectos dignos de detenerse en ellos y tratar en consecuencia de sacar una conclusión razonable al respecto.Según mi punto de vista, encuentro concordancias notables entre hechos en curso y episodios pretéritos. En concreto, y sólo para centrarnos en una aspecto de la cuestión, se trata de lo que sigue.

Al concluir la Reconquista, los vencedores de aquella larga confrontación, buscaron de diversas maneras, utilizando alternativamente políticas de palo y zanahoria, "integrar" (por emplear un vocabulario al gusto actual) a los vencidos en la nacionalidad de los patriotas. Se les ofreció la conversión como vía para su incorporación a la nación española, o su continuidad como musulmanes, con unas garantías y obligaciones, es decir con un estatus distinto y sin duda inferior, que los dejaba fuera de la "españolidad" de hecho y de derecho.

En esas épocas, la nacionalidad, la personalidad nacional, la afiliación a una nación o cómo queramos decirlo, estaba determinada por la pertenencia a una determinada fe, a una religión que era el signo distintivo primordial de esa nación. El criterio de la nacionalidad en este caso era el cristianismo. Era español el católico y únicamente éste podía serlo, los demás no lo eran ni podían serlo (judíos y moros pertenecían a otras naciones). El factor étnico o racial no entraba realmente en consideración, sino el religioso. Los hispanorromanos (celtíberos fuertemente latinizados) y los godos se consideraban a ellos mismos como miembros de la misma nación, sin que la diversidad de origen supusiese en esos tiempos diferencia alguna en la consideración de su pertenencia al mismo grupo. Insisto sobre este punto para despejar cualquier duda o malentendido: ni judíos ni musulmanes eran parte del pueblo formado por hispanorromanos y godos cristianos, y añadiremos que si no eran parte de ese pueblo tampoco querían serlo. De ahí la grosera estafa intelectual y moral de querer hacer pasar por españoles a los moriscos o a los sefardíes, cuando estos nunca lo fueron ni se sintieron identificados nunca con los cristianos. La cuestión de los "derechos adquiridos" en largos siglos de estancia en un territorio por una población extranjera (de origen y de identidad) no carece de todo fundamento, pero está fuera de toda discusión el que aquí no hubo nunca otros españoles que los cristianos, y paremos de contar. Ninguna pirotecnia verbal, ninguna alambicada recomposición histórica, ningún malabarismo seudocientífico, ninguna "performance" retórica puede transformar los burros en caballos y los moros o judíos en españoles.

Esa concepción de la nacionalidad (la pertenencia a una sociedad común, a una comunidad de destino) basada sobre una creencia religiosa compartida, no era privativa del bando cristiano, sino también del musulmán, con la diferencia de que en Occidente este concepto, el criterio religioso como determinante y exclusivo que define la pertenencia nacional, ha sido superado, mientras que en el mundo islámico perdura hasta nuestros días. En ningún país musulmán los no musulmanes son otra cosa, en los hechos reales, que ciudadanos de segunda o tercera categoría. Por otra parte, en el islam, la nación, tal como la entendemos los occidentales, no significa lo mismo que en Occidente. Está la tribu y después la umma, en el orden de sus lealtades: primero la solidaridad familiar, del clan, de la tribu, y después la solidaridad con el conjunto universal de los creyentes. El punto intermedio de la nacionalidad (el Estado nacional) es el que menos lealtades suscita para el hombre musulmán. Cualquier musulmán, primero es miembro de tal o cual clan o tribu, después es miembro de la "mezquita universal" y finalmente un nacional de cualquier país.

Hay que recordar que en la época objeto de esta exposición, la España búsqueda sólo existía en germen, en proyecto, como objetivo: la España perdida se recuperaba y se construía al mismo tiempo; con la reconquista España se iba haciendo. España era un edificio que se iba levantando a medida que se iba empujando al usurpador mahometano cada vez más hacia las costas donde siglos antes había desembarcado. España no existía como realidad concreta sino como proyecto, como voluntad y como elección (como vocación, en palabras de Julián Marías) antes de la unidad entre las Coronas de Castilla y Aragón (Fernando e Isabel). Durante todo el periodo de la Reconquista se habla de moros y cristianos más que de musulmanes y españoles (pero no tanto a causa de la "inexistencia" formal de España, sino de la identidad de significado de cristiano y español).

La nación española la crean los cristianos y únicamente ellos son los legítimos españoles. Los musulmanes no solamente no contribuyeron a la creación de España, sino que fueron sus más acérrimos enemigos. En ese proceso de liberación y construcción nacional, los moros no están con nosotros, sino contra nosotros. Sin embargo, según una corriente revisionista proislámica en boga (y que nos tememos que tiene un gran futuro por delante), son herederos legítimos de España aquellos que casi durante 800 años la sojuzgaron, la anularon y la combatieron. Se pretende hacernos tragar la intragable rueda de molino de la "españolidad" de los moriscos, supuestas víctimas del fanatismo católico, de la intolerancia, y del racismo de sus malos compatriotas. Esto sería como transformar en aztecas a los españoles del Virreinato de la Nueva España o en araucanos a los de la Capitanía General de Chile. Esta aberrante versión quiere hacer herederos de España a aquellos que más la negaron y odiaron y trataron, sin éxito, de aniquilarla.

Ni la raza ni el origen determina entonces la pertenencia al grupo nacional. Lo que prevalece sin duda alguna en la conformación de una identidad es la identificación con una fe determinada. La cristiandad victoriosa impone a los derrotados la elección entre la conversión o un estatus de inferioridad, de "extranjería" (y más tarde, cuando todos los límites de la paciencia fueron colmados, la salida del país). En el lenguaje actual diríamos que se buscó la "integración" de los enemigos de ayer.

Una cantidad significativa de moros aceptan aparentemente ese ofrecimiento que les permite permanecer en España y conservar sus bienes y propiedades. Estos conversos, en realidad, no son sinceros, salvo casos aislados, sino que fingen un catolicismo “de tapadera" que les garantiza los derechos y las prerrogativas que les corresponden como "cristianos nuevos". De puertas adentro, siguen practicando su religión, conservando sus hábitos, hablando su idioma, conspirando con el Turco instalado en Berbería, esperando un cambio de suerte para echar abajo la odiosa máscara y levantar de nuevo el estandarte mahometano en el suelo recuperado de Al-Ándalus. Existe una profusa literatura sobre el periodo que va desde las Capitulaciones de Granada (1492) hasta el decreto de expulsión definitiva de Felipe III (1609). Con ese comportamiento no hacen más que aplicar esas normas coránicas que autorizan y preconizan la simulación y el engaño en tierra del infiel cuando la relación de fuerza corre en desventaja del creyente. Aparentan aceptar las condiciones exigidas para su permanencia en España y su incorporación al pueblo que se ofrece a acogerlo en su propio seno (en un acto tan generoso como desafortunado), pero en realidad no se trata más que de una maniobra hipócrita que busca ganar tiempo y ponerse a salvo de inconvenientes y represalias.

Aleccionados sobre la deslealtad de los moriscos (sobradamente documentada y dolorosamente experimentada en más de 100 años de políticas fracasadas), enemigos declarados de su supuesta patria y quintacolumna permanente del Turco que asolaba las costas y preparaba un desembarco para reconquistar territorios peninsulares, nuestros antepasados deciden expulsarlos definitivamente "manu militari". Hasta aquí, en síntesis la historia.

400 años después de la salida del último morisco de España, tenemos otra vez el país infestado con la misma plaga de entonces.

A los musulmanes se les ofrece la integración al precio de la aceptación de unos valores que no están dispuestos a asumir, y del respeto a unas normas legales y culturales que no tienen la menor intención de acatar. No se les pide que se integren mediante la conversión religiosa, ya que hemos renegado totalmente de nuestro cristianismo ancestral, y el concepto de nacionalidad, privado ya del más elemental contenido cultural, espiritual y moral, arrancado de sus fundamentos históricos y civilizacionales, se ha devaluado y desnaturalizado al punto de quedar reducido a su más elemental dimensión administrativa: un documento de identidad, una cartulina plastificada. Ahora les pedimos que adopten nuestros valores y principios democráticos (algunos lunáticos hablan de un "contrato de ciudadanía”): la nueva religión oficial de una sociedad que reniega de sus más valiosas señas de identidad y hace un mérito del desapego a su propia historia.

Al igual que sus predecesores, los musulmanes actuales se prestan, aparentemente, a este juego, fingiendo, para la galería, aceptar esas condiciones. No hay más que escuchar a algunos de sus representantes hablar de democracia, pluralidad, respeto de la ley y de... integración: la música que es grata a nuestros oídos de papanatas occidentales. Mientras dure la ficción de esa supuesta integración (desmentida a diario por las prácticas reales de esos "integrados"), los moros van asentando las bases de su expansión y dominio, que en algún momento no muy lejano reclamarán ejercer a plena luz del día y sin discusión.

Pero la similitud entre ambos periodos puestos frente a frente está lejos de ser completa. Por el contrario, se aprecian diferencias de peso. La más destacable es sin duda la ausencia visible de voluntad alguna en nuestro bando de enfrentarse virilmente al problema, a diferencia de nuestros antepasados. Otra diferencia notable es que la mano tendida de los españoles a los moriscos era generosidad, un gesto de grandeza de una raza que sabía combatir a su enemigo y ser magnánimo en la victoria, y que además tenía ciertos escrúpulos morales en expulsar una población, extraña y enemiga, pero asentada desde hacía siglos en el país. El español que sabía ser duro en la adversidad no podía ser ruin en el éxito. La oferta actual a los moros es una demostración palpable del miserable nivel de ruindad y cobardía a la que han descendido las élites españolas de hoy, indignas del nombre que usurpan y que arrastran por el fango de la ignominia.

La invasión continúa a buen ritmo, la colonización se expande sin obstáculos, la islamización avanza resuelta. Nada verdaderamente eficaz parece interponerse en la marcha del regreso islámico a España. El país entero calla y mira hacia otra parte, cada vez más al suelo, para no tener que mirar a los ojos una realidad que exige imperativamente una respuesta inmediata y contundente. Los moros que echamos una vez son los mismos que ahora vuelvan, pero los españoles que hoy los reciben no guardan parecido alguno con los que los corrieron en otra época. Esta vez España muy bien puede acabarse sin remedio. Pues como advertía Oswald Spengler (en La decadencia de Occidente; véase cita en azul a continuación), sólo las naciones que son dirigidas por los que han conservado sus fuerzas naturales de cultura y forma conseguirán finalmente triunfar.

El fervor creativo, el latido que ha llegado a nosotros desde los primeros orígenes, se adhiere sólo a formas que son más antiguas que la Revolución y que Napoleón, formas que crecieron y no fueron hechas... Las tradiciones de una vieja sociedad educada, mientras sean aún suficientemente sanas para mantenerse apartadas de políticos y demagogos, y mientras profesen honor, abnegación, disciplina, el auténtico sentido de una gran misión (es decir calidad racial y esfuerzo), sentido del deber y del sacrificio, podrá llegar a ser un núcleo que canalice la corriente del ser de todo un pueblo y le permita establecerse en el tiempo y proyectarse hacia el futuro. Estar "preparado" lo es todo. La última raza que mantenga su forma, la última tradición viva, los últimos líderes que tengan su apoyo, se perpetuarán hacia el futuro, vencedores.■