PAGANISMO

por Alain de Benoist

Si se admite que algo es grande, dice Heidegger, «entonces el comienzo de esa grandeza resulta ser lo más grandioso». Evidentemente, el paganismo en la actualidad supone en primer término, una cierta familiaridad con las religiones indoeuropeas antiguas, su historia, su teología, su cosmogonía, su simbolismo, sus mitos y mitemas de los que se componen. Familiaridad en el saber, pero también familiaridad espiritual, familiaridad epistemológica, y aunque también familiaridad intuitiva. En efecto, no se trata únicamente de acumular conocimientos sobre las creencias de las diferentes provincias de la Europa pre-cristiana (ni por otra parte ignorar lo que pueda distinguirlas, a veces profundamente, a las unas de las otras), sino sobre todo identificar en estas creencias la proyección, la transposición de un cierto número de valores, que como herederos de una cultura, nos pertenecen y nos conciernen directamente. (Lo que lleva por consiguiente a reinterpretar la historia de los dos últimos milenios como el relato de una lucha espiritual fundamental).

Es ya una tarea considerable. No solamente las religiones de la Europa antigua no le van a la zaga al monoteísmo en cuanto a su riqueza o su complejidad espiritual teológica, sino que incluso se puede considerar que le superan muy a menudo en este terreno. Que le superen o no, no es por otra parte lo más importante. Lo que es importante, es que nos hablan -y yo, por mi parte, obtengo más enseñanzas de la oposición simbólica de Jano y Vesta, de la moral de la Orestíada o del relato del desmembramiento de Ymir, que de las aventuras de José y de sus hermanos o de la historia de la muerte abortada por Isaac. Más allá de los propios mitos, conviene buscar una cierta concepción de la divinidad y de lo sagrado, un cierto sistema de interpretación del mundo, una cierta filosofía. B. H. Lévy se remite al monoteísmo, aunque declara que no cree en Dios. Nuestra misma época es profundamente judeocristiana, aunque las iglesias y sinagogas se vacíen; lo es por su forma de concebir la historia, por los valores esenciales a los que se refiere. Por el contrario, no hay necesidad de «creer» en Júpiter o en Wotan -a pesar de que no es más ridículo que creer en Yavé- para ser pagano. El paganismo, hoy en día, no consiste en edificar altares a Apolo o en resucitar el culto a Odín. Implica, por el contrario, buscar detrás de la religión, y siguiendo un esquema ya clásico, el «utillaje mental» del que es producto, a qué universo interior hace referencia, y qué forma de aprehensión del mundo traduce. En definitiva, implica considerar a los dioses como «centros de valores» (H. Richard Niebuhr), y las creencias de las que son objeto como sistemas de valores: los dioses y las creencias pasan, pero los valores permanecen.

Es decir, que el paganismo, lejos de caracterizarse por una negación de la espiritualidad o un rechazo de lo sagrado, consiste por el contrario en la elección (y la reapropiación) de otra espiritualidad, de otra forma de lo sagrado. Lejos de confundirse con el ateísmo o con el agnosticismo, establece entre el hombre y el universo una relación fundamental religiosa -y de una espiritualidad que se nos aparece como mucho más intensa, grave y fuerte que la reclamada por el monoteísmo judeocristiano. Lejos de desacralizar el mundo, lo sacraliza en el sentido estricto, y es precisamente por esto, ya lo veremos, por lo que es pagano. Tal como escribe Jean Markale, «el paganismo no es la ausencia de Dios, la ausencia de lo sagrado, la ausencia de lo ritual. Más bien al contrario, es, a partir de la constatación de que lo sagrado ya no está en el cristianismo, la afirmación solemne de una trascendencia. Europa es más pagana que nunca cuando busca sus raíces, que no son judeocristianas» (Aujourd´hui, l´esprit païen? , en Marc Smedt, ed., L´Europe païenne, Seghers, 1980, p. 16).

El sentido de lo sagrado, la espiritualidad, la fe, la creencia en la existencia de Dios, la religión como ideología, la religión como sistema y como institución son nociones muy diferentes y que no se entrecruzan necesariamente. Tampoco son unívocas. Hay religiones que no tienen Dios (el taoísmo, por ejemplo); creer en Dios no implica necesariamente que se trate de un Dios personal. En cambio, imaginar que se podría eliminar de manera permanente toda preocupación religiosa del hombre, es a nuestro modo de ver una pura utopía. La fe no es ni un «retroceso» ni una «ilusión», y lo mejor que puede hacer la razón es que ella sola no basta para colmar todas las aspiraciones interiores del hombre. «El hombre es el único ser que se sorprende de su propia existencia, constata Schopenhauer; el animal vive tranquilamente sin sorprenderse de nada (…) Esta sorpresa que se produce, sobre todo frente a la muerte y observando la destrucción y desaparición de todos los otros seres, es la fuente de nuestras necesidades metafísicas; es por ello que el hombre es un animal metafísico» (Le monde comme volonté et comme representation, PUF, 1966). La necesidad de lo sagrado es una necesidad fundamental del ser humano, tan importante como la alimentación o la copulación (si hay quienes prefieren prescindir, allá ellos). Mircea Eliade señala que «la experiencia de lo sagrado es una estructura de la conciencia», de la que no se podría hacer economía (entrevista en Le Monde-Dimanche, 14 de septiembre de 1980). El hombre tiene necesidad de una creencia o de una religión -nosotros distinguimos aquí la religión de la moral- en tanto que ritual, en tanto que acto uniforme apaciguador, como parte concerniente que toma los circuitos habituales por los cuales se construye. A este respecto, la reciente aparición de la descreencia verdadera forma parte de los fenómenos de decadencia que desestructuran al hombre en lo que tiene de específicamente humano. (¿El hombre que ha perdido la capacidad o el deseo de creer, es aún un hombre? Se puede al menos plantear la cuestión). «Puede haber una sociedad sin Dios, escribe Régis Debray, no puede haber una sociedad sin religión» (Le scribe, Grasset, 1980). Y añade: «Los Estados en vías de incredulidad, están en vías de abdicación» (ibid.). Se pueden igualmente citar las palabras de Georges Bataille, según el cual «la religión, cuya esencia es la búsqueda de la intimidad perdida, se reduce a un esfuerzo de la clara conciencia por devenir completamente conciencia de sí» (Théorie de la religion, Gallimard, 1973). Basta con esto para condenar al liberalismo occidental. Ciertamente, representa darle aún mucho crédito al judeocristianismo al rechazar las nociones de las que pretende arrogarse el monopolio, por el único motivo de esa pretensión. No hay lugar para rechazar la idea de Dios o la noción de lo sagrado bajo el pretexto de que el cristianismo ha dado sobre ello una idea enfermiza, sería como romper con los principios aristocráticos bajo el pretexto de que la burguesía los ha caricaturizado. ■

¿Cómo se puede ser pagano?, de Alain de Benoist. Ediciones Nueva República, S.L. Pág. 61-64. Traducción de Jordi Garriga y José Luis Campos.


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