SOBRE LA TOLERANCIA PAGANA Y LA INTOLERANCIA SEMÍTICA


Los siguientes textos me parecen de una gran profundidad. Ahondan en un tema que hoy está de candente actualidad. Hoy se habla mucho de tolerancia e intolerancia, de "tolerancia 0" incluso. "Tolerancia 0" significa intolerancia pero como no se atreven (quienes ya sabéis) a utilizar la palabra intolerancia, así de estúpida es su autocensura, recurren a juegos de palabras que convierten la expresión en políticamente correcta.

Por mi parte, afirmo que no se puede ser tolerante con todo. Algo siempre nos molesta y nos chirria, algo existe siempre que queremos que desaparezca. O intolerantes lo somos todos o no lo es nadie, pero de seguro es que no existe una tolerancia total, y tampoco una intolerancia total; de seguro es también que el más intolerante es el que presume de tolerante precisamente, pues es un reaccionario de la tolerancia y dice lo que es tolerable o no; para este ser lo que no es tolerable es un intolerante.

Y tolerancia no es sinónimo de respeto, tolerancia es otra cosa, tolerancia es consentir algo que te es ajeno, dejar que algo incluso nocivo viva. Hoy en día los identitarios no nos podemos permitir el lujo de ser tolerantes, no podemos caer una vez más en esa sana tolerancia pagana, en la ingenuidad, no podemos confundir la tolerancia que admite todo tipo de ideas para la discusión con la tolerancia que admite cualquier acto. Esta vez deberemos apretar el puño y hemos de dejarlo claro: ¡esto no lo voy a dejar pasar! Tolerancia para con nuestros iguales, tolerancia con la diversidad de ideas, pero no tolerancia para el que nos quiere imponer su cultura y forma rígida de ver el mundo, lo toleramos y aceptamos… pero de lejos.■

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«Yo creo, declara Gilbert Durand, que el mundo humano es politeísta cuando tolera al Otro, cuando no se rebaja a un sólo libro. Si se olvida esto, el saber queda bloqueado. El politeísmo induce siempre a la comparación» (Le Monde, 15 de junio de 1980). Que hay, en el interior del paganismo, un principio constitutivo de tolerancia, es algo reconocido efectivamente en general. Un sistema que admite una cantidad ilimitada de dioses admite a la vez no solamente la pluralidad de los cultos que les son rendidos sino también, y sobre todo, la pluralidad de las costumbres, de los sistemas políticos y sociales, de las concepciones del mundo de las cuales los dioses son como expresiones sublimadas. Es conocida, por los Antiguos, la mejor prueba de que todos los dioses existen o pueden existir es que los pueblos que los honran existen también. Incluso había, en Atenas, ¡un altar al dios desconocido! Esta «libertad de pensamiento debida a la ausencia de todo dogma religioso» (Louis Rougier, Le génie de l´Occident, Laffont-Bourgine, 1969, p. 60) era con toda naturalidad transpuesta en el plano político: el imperio romano respetó durante siglos las costumbres y las instituciones de cada pueblo conquistado; multiplicó las ciudades provinciales y organizó sus libertades, supo federar a los pueblos sin esclavizarlos. La tolerancia pagana -que, por ello, tuvo que hacerle en ciertos casos el juego a la propaganda cristiana- se expresa en la frase de Símmaco: «A cada cual sus costumbres, a cada cual sus ritos. El espíritu divino dio a las ciudades determinados guardianes. Así como al nacer cada mortal recibe un alma, del mismo modo cada pueblo recibe sus genios protectores.»

¿Cómo se puede ser pagano?, de Alain de Benoist. Ediciones Nueva República, S.L. Pág. 199-200. Traducción de Jordi Garriga y José Luis Campos.


(…) Es lo que ya afirmaba Renan: «La intolerancia de los pueblos semíticos es la consecuencia necesaria de su monoteísmo. Los pueblos indoeuropeos, antes de su conversión a las ideas semíticas, nunca había tomado su religión como la verdad absoluta, sino como una especie de herencia familiar o de casta, permanecían extraños a la intolerancia y al proselitismo: he aquí por qué no se encuentra más que en estos últimos pueblos la libertad de pensamiento, el espíritu de examen y de la búsqueda individual» (Histoire générale et système composé des langues sémitiques, 1855). (…)

A partir del comienzo de nuestra era, es esencialmente el cristianismo quien asumirá con renovadas energías esta tradición de intolerancia. La frase de Jesús transcrita por Lucas: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (14, 26) ha hecho correr mucha tinta. Algunos ven en la palabra «aborrecer» un hebraísmo: Querría dar a entender que Jesús quiere ser absolutamente preferido a cualquier hombre. Otros ven en esta frase el rastro de una contaminación gnóstica, ligada a la renuncia, al desprendimiento de los bienes y al rechazo de la procreación: la obligación de «aborrecer» a los familiares sería correlativa a la de no tener hijos. Estas interpretaciones siguen siendo evidentemente meras especulaciones. Lo que es seguro, es que la intolerancia cristiana se manifestó bien pronto. Se ejercerá, en el transcurso de la historia, tanto contra los «infieles» como contra los paganos, los judíos y los herejes. Primero será el asesinato de la cultura antigua, la muerte de Juliano y de Hipatia, la prohibición de los cultos paganos, la destrucción de los templos y de las estatuas, la supresión de los Juegos Olímpicos, el incendio del Serapeum de Alejandría por instigación del obispo de la ciudad, Teófilo, en 389 (que conllevará el pillaje de la inmensa biblioteca de 700.000 volúmenes reunidos por los Ptolomeo). A eso seguirá la conversión forzada -compelle intrare…-, la extinción de la ciencia positiva, la persecución, las hogueras. Amiano Marcelino ya entonces decía: «Las bestias salvajes no son tan enemigas de los hombres como los cristianos lo son entre ellos». Y Sulpicio Severo: «Ahora, todo está agitado por las discordias de los obispos. Por todos lados el odio y la búsqueda de beneficios, el temor, la envidia, la ambición, el libertinaje, la avaricia, la arrogancia, la holgazanería: es la corrupción total.»

¿Cómo se puede ser pagano?, de Alain de Benoist. Ediciones Nueva República, S.L. Pág. 206-207. Traducción de Jordi Garriga y José Luis Campos.