LA CESTITA DE LAS VOLUNTADES

El texto que podréis leer más abajo lo escribí hace ya unos años, si no recuerdo mal en 2005, cuando tenía 24 años. Forma parte de la compilación de relatos Escorias y Cenizas, mi tercera obra. Aquí podéis descargaros todas mis historias si queréis: MIS OBRAS.

Leyendo ahora el texto puedo ver errores y cosas que podría haber escrito mejor, pero me resisto a rectificarlas por ahora, entonces yo era otro. Sé dónde están los errores y sé que en el futuro escribiré cosas mejores. LO MEJOR ESTÁ POR VENIR, no os quepa duda.

He aprendido que el mayor goce de escribir no es que te lean sino escribir para leerse uno mismo. El que yo exponga mis escritos es sólo producto de mi generosidad. Dicho esto, no quiero decir que no quiera que me lean o que me ponga por encima de los demás, sino que le doy una menor importancia, escribo por mí, por mi goce personal, y eso es lo que todo artista, supongo, debe hacer, porque si no se convierte en un "negro" o en un simple capitalista de las artes; o lo que es peor, en un esclavo de los demás, en un egocéntrico, en alguien que necesita el halago para sobrevivir. Yo no soy de esos: yo escribo porque "la vida" necesita que se cuente.

Aún así he de confesaros que he mandado mis obras a alguna editorial pero o no me han respondido o si lo han hecho ha sido imponiendo unas cláusulas inaceptables, como que si no vendo cien ejemplares en la presentación del libro los tengo que pagar de mi bolsillo. Por ello decidí poner mis historias en pdf en esta web de la que soy propietario, para que todo el mundo tenga libre acceso a ellas.

Sin más, decir que La Cestita de las Voluntades tiene un eco muy real. En Tarifa, donde vivo, había un hombre rubio de ojos celestes con acento extranjero. Vestía como un pordiosero y siempre me lo encontraba en la puerta del supermercado. Bebía vino como un descosido y a la vez pedía limosna. Poco se podía hacer por él. Nadie sabía cómo se llamaba ni de dónde venía. Cuando empezaron las lluvias, o eso me contaron, apareció muerto en un descampado. Tenía tuberculosis y dormía a la intemperie, con todo el frío... ■

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Hiciéronlo así: diéronle de comer, y quedóse otra
vez dormido, y ellos, admirados de su locura.
MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote de la Mancha


Bajaba calle abajo casi como un perro con su ropa sucia y hecha jirones, llevando por bandera una sonrisa de esas que, entre sus luengos y espigados vellones, parecía la mayor herejía infringida en el seno de cualquier religión existente o por inventar. Olía a matarratas barato y a apestosas comidas de hacía semanas, sus calzoncillos eran una piscina de orines que se mezclaban con los pelos tiesos de su pubis y su melena emulaba el deprimente limpiabarros de un sex-shop un día de lluvia donde seres solitarios buscaban un pequeño pero dulce consuelo.

Bajaba calle abajo con aire peleón y con el estómago vacío, portando su cestita para las voluntades y su vieja mochila que antaño fue pija y cara al hombro. Cuando cruzó la equina se encontró con una puerta automática que se abría y se cerraba a todo aquel que tenía la suerte de ser admitido en todos los sitios. Se sentó al lado de la puerta, puso en frente suya el cartelito que decía “TENGO HAMBRE” y la cestita de las voluntades con pequeñas monedas de dos céntimos que hacían la mitad de un euro y luego se tapó con su raída e insalubre manta de lana porque hacía un frío de esos de frigorífico.

Era veinticuatro de diciembre y, con cierto optimismo, Nicolás (que así dijo su madre que se llamaba aunque no figurara en ningún papel y no pudiera demostrarlo) acomodó su joroba contra la pared y fijó sus ojitos en el cestito para ver cómo llovían las voluntades con ese ruido tan alegre de soniquete que hacía sombra a las calumnias de su estómago.

Las pequeñas arrugas de su cara, que no se dejaban ver fácilmente, mostraban la dureza de la calle, las marcas del cemento de las aceras como almohada se adivinaban en diminutos arañados rojizos y su vivaz mirada, como la de un lobo hambriento, avisaba a quien le observaba de la dura juventud de alguien que no llegaba a los treinta pero que poco le faltaba; así que era joven, a pasar de su joroba, forjada con esmero durante años sentado en la puerta de cualquier supermercado mientras brotaban las voluntades como alma que se lleva el diablo.

Su vida no era sencilla, tenía más complicaciones que cualquier problema matemático y más males que cualquier dolencia. Su acento delataba aires del Levante y su dicción, incluyendo sus gesticulaciones y movimientos, irradiaba cierta educación suburbial. Nació de esperma prestado y fue parido por una puta barata del Este con la que vivía y era malcriado en cualquier esquina. De pequeño, Nicolás parecía un niño tonto, uno de esos que confundían la derecha con la izquierda y lo negro con lo oscuro. Tal vez fueran esas penetraciones que recibía su madre durante el período de gestación las que… Pero no era tonto del todo, a la vida sólo vienen los mejores. Desde muy pequeño supo lo que es vivir en la calle, ser escupido por los demás niños o ser magreado y sodomizado por la policía y adultos descentrados. Para él, ni la hoz ni el martillo hacían a todos iguales ni el dinero hacía la felicidad. Él lo sabía, él había visto a los dos mundos y ninguno de ellos le iba a conducir al paraíso. Y aunque odio generalizar, se me antoja decir que la política se basa en bonitas palabras pronunciadas por un charlatán que se escuda en una ideología que no llegará a cumplir; pero seamos sinceros con nosotros mismos, ser honestos en esta vida sirve únicamente para ser más soberbios, para creernos mejores por demostrar una mayor rectitud y ser más bondadosos que nadie, no para ceñirnos a la verdad, ser justos o alejarnos de esa idea de superioridad hacia quienes no somos el YO de cada uno; la mayoría se comportaría como esos políticos que odia, y eso es lo penoso, en ese consentimiento, en esa dualidad de odio y envidia, radica el vicio, el error. Para Nicolás la dignidad era tinta que se difuminaba sobre el papel, un espectáculo moral lejos de cumplirse, al menos en su vida.

Con la edad suficiente como para darse cuenta de que el mundo se movía por miles de direcciones, un maldito muro fue derrumbado; pocos años después pudo ir a Occidente a la vez que el capitalismo viajaba al Este y miles de sueños decían adiós por culpa de esos “charlatanes colorados” que defendían una ideología que habían olvidado o ejecutaban a medias. Nicolás, con su poco equipaje, un poco de dinero ahorrado durante años y con el beso de su madre en la frente, fue como inició su particular bagaje homérico. Su madre, con lágrimas en los ojos y sus herramientas de trabajo secas, caídas o arrugadas, vio cómo su hombrecito partía en busca de una vida mejor, deseando que la suerte le siguiera como lazarillo y que la virtud le iluminara senderos que le condujeran al Olimpo. Sin estudios, sin papeles, sin dignidad y con tristeza, cruzó toda Europa Occidental andando, hasta que llegó a España. Después de unos meses, cruzó toda la península y, desesperanzado, llegó al fin del mundo que llaman libre y civilizado, hasta el punto más meridional de Europa, después de haber sobrevivido, casi desde que inició su viaje, de lo que encontraba tirado o de lo que le dejaban robar. El Estrecho de Gibraltar le decía que el viaje había servido para nada, que sus ilusiones le habían llevado a una derrota de esas que uno no sabe como encajar, pues se había dado cuenta de que en el Oeste no había dicha, que no había bienestar, que todo era mentira. Se había criado en la calle y la misma calle sería, pensaba, su casa para siempre. Mientras miraba las montañas del Norte de África se sentía como preso en arenas movedizas y que todo lo que hubiera de lujo más allá del Estrecho de Gibraltar eran pequeños oasis donde no todos podían beber, diminutas parcelas donde irían los sedientos a encontrarse con la arena o con la imagen de la desigualdad y de la injusticia, que no conoce fronteras y no parece ilícita.

En su viaje por Europa había visto cómo algunos de su especie habían tenido suerte a la hora de encontrar trabajo y labrarse un futuro. Pero él carecía de papeles y el miedo le impedía solicitar algo así, ya que no tenía ni con qué demostrar su procedencia. En el Este ya era un extraño, ni siquiera allí poseía documentos con algún sello gubernamental, o alguna identificación falsa… Era un extraño, un extraño para las gentes de todo el planeta, únicamente su madre sabía que vivía realmente; para los demás era sólo un espectro pidiendo limosna, parte de esa cara de la vida que está lejos de la luz del sol, donde los desgraciados son ocultados en madrigueras y marginados como cucarachas.


Ilegal en todos los sitios, intentando hacer el menor ruido posible, buscó el mejor lugar donde ser explotado lo más dignamente posible. Lo encontró en pequeñas fábricas escondidas en sótanos donde se respiraba azufre y otros gases malignos o de la mano de chulos y proxenetas, gracias a los cuales hubo meses en el que su trasero fue la gran estrella de algunos locales. No ganaba mucho dinero, y aunque no tenía más remedio que dormir en la calle, al menos comía todos los días. Soñaba con las curvas de ensueño de mujeres inexistentes y también tenía pesadillas, que son sueños infectados con la maldad del mundo, donde miles de falos le golpeaban en la cabeza y en la frente recordándole su miserable y nauseabundo origen.

Finalmente acabó en Barcelona. En las ciudades grandes es donde hay una mayor demanda de mendigos. La clase media y alta necesitaba de ellos para sentirse mejor, para no creerse tan culpables de todo lo malo que consienten, para considerarse afortunados dándoles lo que les ha sobrado del pan o de la cerveza con su tapita. Nicolás, en cierto modo, y visto de esta manera tan original, llegaba a pensar que con su desdicha estaba haciendo un bien social. Pero eso era únicamente producto de su ironía, de cierto cinismo consigo mismo, de un humor descarnado y pútrido que le animaba a poder seguir viviendo.

Durante años pensó en suicidarse, que vivir no era necesario y que sólo sería un “bang” y ya está, adiós preocupaciones, adiós el dolor, adiós todo… Pero es tan fuerte la esperanza, es tanta la que puede contener un alma pesimista, solitario e idealista… Es la esperanza la que da vida a Nicolás, la que le nutre de anhelos y de sonrisas… Se reía del mundo, se sentía, a veces, de repente libre, pues no tenía papeles de ningún tipo, no estaba atado al mundo ni a ninguna sociedad, ¿a dónde le extraditarían? El mundo le pertenecía, él era un auténtico Ciudadano del Mundo, desde su primer aliento lo fue. Y aquel día, un veinticuatro de diciembre, a la entrada de un supermercado cualquiera, la gente entraba y salía alegre y sonriente rozando a Nicolás, que parecía un árbol de navidad barato y seco.

Siempre encontraba a alguien que le hiciera el pequeño favor de entrar por él a comprar su cartoncillo de vino de treinta céntimos, unos cuantos cigarrillos, un bollo de pan y cuatro lonchas de embutido barato para todo el día. El vino era uno de esos de mal agüero que cualquier estómago afortunado y bien criado vomitaría, pero para Nicolás era la única forma de animarse. Casi siempre era alguien que trabajaba en el Supermercado quien se lo traía todo, por lo que había días que le salía gratis, cosa que agradecía, pues para él un euro y cincuenta céntimos llegaban a suponer un día y medio de trabajo.

Alguna gente, al verle con su cartón de vino, no podía entender cómo alguien que pretendía vivir de las voluntades hacía tal apología del alcoholismo. Es una lástima que la ignorancia hable siempre a voces, suponer que alguien honrado de verdad desee vivir de los demás de forma tan mísera es como decir que las guerras son buenas y necesarias. Para Nicolás, ese vino insalubre y ponzoñoso era un agradable lenitivo que para sus circunstancias era necesario y vital. Y para qué engañarnos, algunos afrontan mejor las dificultades con una botella al hombro y unos grados de alcohol a sus espaldas.

En muchas ocasiones se le podía ver hablando solo o con su trozo de pan y, de vez en cuando, alguien se le arrimaba para darle un poco de gracia a su vida. Hubo una ocasión en la que se le acercaron unos niños. Uno de ellos estiró su brazo y puso su mano abierta ante los ojos de Nicolás, donde había una monedita de dos euros. Nicolás fue a cogerla pero el niño empezó a gritar “¡ese marrano me quiere robar!”. Entonces el encargado de la seguridad del supermercado llamó a la policía. Aquella noche la pasó en un pequeño y claustrofóbico calabozo; al menos pudo ducharse, le dieron ropa limpia y a la mañana siguiente fue soltado. La vida no es fácil para Nicolás, hasta los niños pueden ser crueles, ¿dónde está la inocencia? Nunca volvería a aquel supermercado a pedir al lado de la puerta automática que engullía y vomitaba sin parar a consumidores, a aquel lugar donde se encontró con el diablo teñido de niño, por lo que no tuvo más remedio que trasladarse a otro lugar para ganarse la vida e intentar ser feliz.

Para Nicolás ser indigente y ser vagabundo eran términos que diferían bastante de una forma muy sutil. El indigente es el pobre que se queda en un sitio, donde una acera, o un banquito, o un cubo de basura, o una chabola… se convierten en su casa, en su única casa; y al sentirla como suya, de su propiedad, se quedan en ella y no se mueven a otros lugares. Sin embargo, el vagabundo es simplemente un indigente que deambula por el mundo, alguien que considera su casa cualquier lugar. Y Nicolás echaba de menos su vida de trotamundos, pues consideraba aburrida, estática y deprimente la vida de indigente.

Ciertos centros comerciales o supermercados ya estaban cubiertos por otros seres de la calle. Alguna que otra vez llegó a pelearse por un territorio, siempre por una puerta que se abre y se cierra sola o por las mejores zonas de la ciudad. La competencia era realmente dura, muy agresiva. Cuando una acera se convierte en parte del negocio no puedes tolerar que alguien te lo arrebate, o así pensaban tan extraños empresarios. Pero bueno, Nicolás, aunque parezca mentira, tenía cierta soltura a la hora de negociar o encontrar nuevas aceras y puertas automáticas para mendigar voluntades.


Dicen que se puede ser feliz con muy poco; «para el cerdo la felicidad del cerdo», escuché una vez. Para Nicolás, la felicidad era un cartón de vino y el recuerdo de su madre. Se acostumbró a ello, tal vez sea cierto que la felicidad puede consistir en una monotonía estable, sin interrupciones ni sustos; pero a veces Nicolás pensaba en ascender en la sociedad, adquirir nuevos galones (ropa limpia y cara, un coche…) y hacer amigos de esos en los que puedes confiar y que no fueran ratas callejeras donde la puñalada por la espalda estaba a la orden del día. Era joven y el mundo podía girar a su alrededor y a su manera, pensó que tal vez era necesario y reconfortante para su vida renegar de su libertad de cucaracha y esforzarse de nuevo en encontrar un trabajo digno, y después conocer a una chica y hacer una familia, y… ¡qué sé yo!, si de joven no lo intentaba viviría con remordimientos, con la incertidumbre de lo que pudo y de lo que no pudo ser. “Se podía llegar a alcanzar la felicidad sin ser libre”, o a tal conclusión llegó Nicolás.

Estaba oscureciendo y Nicolás solamente tenía en su cestita sesenta céntimos. Esa noche tampoco cenaría, dormiría con el estómago vacío, el cual se le hincharía de aire y parecería un globo. Buscará un rincón seguro para dormir en algún lugar donde no viera a familias alegres paseando como si el mundo les hiciera inmortales, como si no existieran las preocupaciones… Intentará huir del recuerdo de su madre, del hambre, del… se cobijará en su sempiterna libertad, en su espíritu apátrido y solitario, en sus pensamientos más fogosos y vehementes. Recogió sus pocos enseres y paseó por calles perfumadas con fragancias navideñas, con los aromas del pavo, de los langostinos… las calles emanaban ese aire feliz proveniente del ideal burgués y de la pobreza consentida. Aquella noche padres bien instruidos les dirían a sus hijos que dejaran de quejarse, que lo tienen todo. Y es así, lo tienen todo; y dejarán de quejarse, Nicolás lo sabía, ya que él tampoco se quejaría con un poco de pavo en la boca. Y es que él es educado, ¡con la boca llena no se habla!. Y el que lo tenga todo y se convierta en un rebelde, o es demasiado caprichoso o es un perdedor, un pobre soñador que tiene miras demasiado elevadas para los hombres de su tiempo.

Nicolás se sentó en una esquina cualquiera y puso su cartelito y la cestita por si acaso. Para él un rincón no era la esquina de una calle, o de una ciudad, o de un país… para él cualquier lugar pertenecía al mundo, a un mundo donde todos, ricos y pobres, se pudrían por igual. Se le acercó un hombre, alguien anónimo que los ojos de Nicolás jamás habían visto, un dato más para las estadísticas. Nicolás no era ni dato ni nada, él era solamente él, el único hombre libre, el único ser que podía presumir, en cierto modo, de no existir. Aquel individuo le miraba fijamente, de una forma tan penetrante que Nicolás casi se ruborizaba, y llevaba una bandeja con los aromas de un gran banquete para una cena de nochebuena. Aquel hombre le dio la bandeja y Nicolás, casi llorando, se lo agradeció a la vez que esa sombra se marchaba silenciosa a través de la calle. Mientras se comía unas sabrosas gambas, llegó a su mente por sorpresa el recuerdo de su madre. Se la imaginó rebuscando en los cubos de basura que están junto a los supermercados, donde siempre tiran comida en buen estado pero con fechas desfasadas, pero también se la imaginó con la suerte de haber prosperado y haber conseguido la seguridad de unas vigas de hormigón, unas paredes y un techo de ladrillos. Entonces Nicolás veía a su madre en un jardín, balanceándose en un columpio y mirando al cielo mientras le recordaba. También podía ver en su imaginación a un padre prestado y a unos nuevos hermanos deseando conocer al hermano que se fue al oeste a conquistar la felicidad y el bienestar, pero eso eran solamente mentiras, nunca sabrá qué fue de su madre, a lo mejor estaba muerta; en todo caso, aquel adiós empañado de lágrimas que regaló a su madre el día que abordó su odisea fue el último, una verdadera despedida. Y de repente, mientras se zambullía en las delicias del banquete, empezó a llorar y a llorar, a berrear sin parar por su desgracia, por su soledad, por la dureza de su naturaleza y por no tener a alguien cercano que se preocupara de él.

Poco antes de las doce de la media noche ya se había comido todo. Pudo dormir con el estómago lleno, con los ojos hinchados y con la lengua entre sus dientes doblados y picados como una mina de carbón, tan alegre y triste a la vez como una comedia trágica. Y jamás volvió a despertar, el sueño se lo llevó a aquel lugar donde nunca se abren los ojos. En el mundo se quedaba una plaza libre de indigente, una puerta automática vagante, un aire más triste…

Aquel individuo tan generoso volvió de nuevo acompañado por otros hombres. Se llevaron a Nicolás en una furgoneta hasta un quirófano clandestino, donde lo destriparon para venderle a trozos a un alto precio a familias adineradas. Mientras tanto, los jóvenes bajaban a la calle después de una copiosa cena y se empezaban a escuchar los primeros “feliz navidad” con ese tono de vino o de champán que trababa algunas lenguas, ajenos al silencio de muchas tragedias que se nos escapan. Se llevaron a Nicolás, pero dejaron abandonadas todas sus cosas: su mochila, su mantita, el cartel de “TENGO HAMBRE” y su apreciada cestita. Todos pensaban que allí había alguien, que tras esa sombra que no conseguía atrapar la luz había un muerto de hambre; sólo la cestita era visible con claridad junto con su cartelito. A la mañana siguiente la dichosa cestita amaneció con treinta euros de voluntades en pequeñas monedas de menos de cincuenta céntimos. La navidad consigue hacer generosos y piadosos, pero eso era únicamente soberbia e hipocresía. Nadie disfrutaría aquellos treinta euros. Aquel veinticinco de diciembre Nicolás podría haberse dedicado una fiesta, o haber dormido en la modesta cama de un hostal o haberse comprado una botella de vino un poco más digna, una de esas de más de un euro con las que se le hacía la boca agua, pero... Y he ahí la trágica historia de un hombre sin patria, de un hombre libre, de un auténtico Ciudadano del Mundo que antes de morir había estado llorando por el recuerdo tan tierno que le evocaba su madre, la única persona que sabía que existía y la única mujer que le había amado. A pesar de todo, en alguna parte de Barcelona aún existe una cestita abandonada junto con un cartelito de cartón mojado que tiene hambre y pide ayuda. Nadie lo escucha, es como si no existiera.■