LA VERDAD Y LO CREÍDO

A los guerreros de Europa


Poco valor tiene aquello que necesita ser creído, pues la verdad no necesita ser creída, es autosuficiente; sin embargo, lo creído necesita ser verdad, y he ahí la paradoja, creer en algo lleva consigo, implícitamente, la posibilidad no dicha ni confesada de que algo puede o no puede ser. Así que como el mundo se sostiene bajo las creencias, que es lo mismo que todo relativismo moral, o casi lo mismo, nada se asienta bajo la verdad o sobre las cosas o realidades que son, que no son inventadas, ni irreales, sino que son al margen de nuestra razón. Es que no hay necesidad de creer ni de dudar si queremos que sea la convicción y la seguridad la que nos mande, no hay que dudar de lo que se ve, de lo que se puede tocar o de lo que puedes sentir. El racionalismo nos pierde en una nebulosa de ideas. Es como andar o moverse en el aire. Quizá puedas volar, pero yo puedo sembrar en la tierra y alimentarme de buenos frutos, y no sólo del aire.

Las verdades construidas (con la razón) en base a creencias son los dogmas. La creencia, cercana a la fe por un lado, a la duda por otro... no tiene otro remedio que imponerse como certeza, o como realidad y en la realidad sin ser necesariamente real -pues lo que no es también es-, bajo la protección e imposición de la ley.

Antaño la Iglesia imponía sus dogmas, hoy lo hacen los gobiernos, lo hacen desde la ONU, o desde Washington, lo hacen con los derechos humanos... sí, nos imponen dogmas, nos imponen su ley, se creen que pueden estar por encima de lo que no necesita ser creído, de aquello que es por sí mismo.

Hoy tenemos una inquisición tan poderosa, que riámonos de aquella que tuvo la Iglesia. ¿Vamos a seguir aguantando? ¿Vamos a seguir soportando todo atropello? ¿Vamos a seguir aguantando a sus indignantes cachorros? No debemos, no podemos permitírnoslo. Llegará el día que debamos decidir si queremos perderlo todo o no en pos de una lucha que ni siquiera sabemos si podremos vencer. Pero es que es eso lo bello, es eso lo heroico y lo épico: es enfrentarse a un enemigo que te supera en millones lo que hace que uno sea elevado, firme y grandioso y que una lucha sea justa y equilibrada, pues qué injusto para hombres de virtud como nosotros enfrentarnos a una masa que no tiene nada más que ofrecer que el número con un mismo número de efectivos, sería como darle valor a cada migaja de la masa, cuando nosotros, hombres superiores, somos mejor que un millón de ellos todos a la vez. No importa perder, lo que importar es luchar. Nuestra gloria es morir en el campo de batalla; cuando un hombre siente esa llamada, sólo puede ser más fuerte: el miedo se convierte en respeto, el respeto en amor y el amor en sangre. Así que demostrémosles nuestro amor a nuestros enemigos, queremos su sangre, queremos ahogarnos entre sus exangües cuerpos. Porque no queremos que el odio nos martirice, ni sea motor de nuestra revolución. Firmes y erguidos, un tanto despreocupados y aniñados, así debemos enfrentarnos al mundo, ¡con toda nuestra alegría!■