LA GALLETA DE DIODORO

Creyó en virtud del absurdo, pues las conjeturas
humanas hacía mucho que se habían agotado.
Sören Kierkegaard, Temor y temblor



La Alameda del pueblo se encontraría vacía si no fuera porque a través de ella, como cucarachas sobre las paredes, cruzaban unos jóvenes entre correteos y bocinazos con sus disfraces de pirata y si en uno de sus bancos no se encontrara el joven Diodoro, de unos veinti-casi-treinta años, con una galleta sobre la palma de su mano sin la menor intención de comérsela.

Los jóvenes desaparecieron, aunque aún se les podía escuchar en la lejanía, lo que demostraba que la fugacidad de los acontecimientos tenía su resonancia y a veces se recordaban: ¿no es acaso la memoria el eco del pasado que nos martillea? ¿No es el pasado un montón de pisadas muertas, sucesiones de cadáveres? Seguro que Quevedo me contaría mucho sobre estas cosas, solamente las mentes sombrías y los seres solitarios que se hacen amigos de galletas (cuyas mentes, sea dicho de paso, no son menos sombrías) son capaces de entender tal calamidad metafísica.

A Diodoro le habían dicho más de dos veces gilipollas y por eso sabía que era inteligente y que no tenía que temer al resto de las mentes débiles y pusilánimes, carentes de valores, perdidas en un nihilismo árido y apestoso. Mientras tanto, observaba a las personas que cruzaban por las calles disfrazadas un poco aperplejado. No hacía falta ser un psicólogo o estar cuerdo para argüir que quienes se disfrazaban lo hacían de aquello a lo que querían aspirar o de aquel a quien envidiaban. Era poner un velo a la careta de todos los días. Y por eso, Diodoro, irónico, sabía con certeza absoluta que Los Hombres del Mundo no tenían un rostro verdadero, sino un careto que no se quitaban ni a la hora de dormir.

El suelo estaba sucio, el ambiente estaba perturbado por un ruido semilejano y el aroma del aire era espeso y se encontraba cargado de idioteces. Ante Diodoro el mundo se plasmaba tan decadente como una caída al vacío; para él, la humanidad solamente tenía dos destinos: el primero era ser absorbido por el retrete, el segundo ser recogido por el camión de la basura. ¿No son calamitosas las ideas que se rumiaban detrás de la frente de Diodoro? No había ser más patético en el mundo, en todo él solamente convivía la lágrima y el azufre. Decadencia, caos, barbarie… esos eran sus calificativos para la humanidad. Niños mimados, adolescentes idiotizados, padres despreocupados, profesores desquiciados haciendo el papel de padres, capitalistas agoniosos, idealistas captadores de débiles, politicuchos demagogos aprendices de cacique, curas hippies, hippies curas, estrafalarios seres en su vestimenta e ideas y que luego resultan ser unos snobs fetichistas… Diodoro tenía calificativo y despectivo para cualquiera, para él todo contenía un mal, menos su galleta, su única amiga. No creía en las personas buenas, sin embargo las malvadas le parecían más sinceras porque aunque mintieran no podían ocultar su maldad; algo que no ocurre con el bondadoso, que miente por el bien de los demás y al final consigue una calamidad mayor que el malvado, ¡serán perversos los sacerdotes e idealistas!

Pero Diodoro era decadencia en sí misma y él lo sabía. Cuando hablaba era consciente de su imagen y por lo tanto consciente de la contradicción de su discurso, palabras que se dividían en acción y adorno. Y él bien sabía que la acción era el verbo y el adjetivo el ornamento. Lo primero era intrínseco en personalidades profundas, reflexivas y creativas; lo segundo, sin embargo, era propiedad de seres superficiales, banales, jodidamente prácticos y prácticamente jodedores. Diodoro era de los primeros, el verbo predominaba en él y el adjetivo era mera sustancia pegajosa que corrompía la profundidad de su pensamiento, aunque solamente yo y su galleta lo sabíamos.

Antes de que Diodoro se volviera loco estaba enamorado. Para él el amor era un trauma, toda una patología que llegada a un extremo se la podría considerar Síndrome de Estocolmo. Cuando alguien ama sufriendo varios desengaños y resultados físicos dolorosos puede darse la probabilidad de que se ame cada vez más al maltratador, cayendo en un cautiverio, en un placer sufrido, en un amor masoquista de lo más idiota. ¿Y no era todo eso decadencia? Para Diodoro sí, toda irracionalidad era un crepúsculo, un declinar del hombre, y toda emotividad no masticada por la inteligencia era encogimiento, producto de espíritus poco vigorosos que no son capaces de alzarse por sí mismos y que se piensan dependientes de los demás; pues como diría Diodoro, eran auténticos lisiados de la voluntad.

Pero para Diodoro el amor tuvo otras consecuencias, no fue asunto de dos, sino de tres o cuatro. Aunque estaba locamente enamorado y se sabía convencido de que estaba junto a la mujer de su vida, supo enseguida que luchar por el amor verdadero era cuestión de asexuarse de cara al resto de las mujeres, es decir, de mantener el estatus monogámico de la sociedad. Por lo que al final resultó que la batalla no consistía en mantener un sentimiento profundo y sincero hacia lo que consideraba su amor genuino, sino en atesorar apagadas las llamas que se encendían constantemente en su interior, causadas por la voluptuosidad femenina que se tiraba a la calle cada día y que a los ojos de un macho hormonado no se podían soslayar. La irracionalidad se mostraba esplendorosa y mientras tanto la batalla interactuaba en la realidad visible entre su sexo y los cachos de carne bien integrados, entre él mismo y la feminidad que parecía llamarle ocultamente a la procreación como una acometida de tentaciones y pecado donde la voluntad debía de ser fuerte como el acero. Supo que el sexo era un canibalismo sin masticar, un juego de dos o más fácil de desatarse y complicado... ¡imposible casi siempre de frenar! Por las noches, por el día… siempre luchaba por mantenerse fiel a su amor verdadero, pero qué difícil, qué arduo… Al final, en la barra de una discoteca, con la imagen de una pequeña rubia de pequeños pechos y duros pezones pero de glúteos firmes y deliciosos, con unos labios divertidos, sonrientes y simpáticos y con unos ojos suplicantes, se dijo a sí mismo: «¿Qué prefieres: arrepentirte de no haberlo hecho o sentirte culpable toda la vida?». ¿No era una elección complicada? ¿Acaso era mejor arrepentirse de no haberla poseído para luego no sentir culpabilidad? La inteligencia nos dio la ética (¿o fue las ganas de convivir sin violencia y estar tirados en el sofá?), pero dando así lugar a la gracia de sentirnos culpables de nuestros actos, de nuestros instintos, de nuestra propia naturaleza depredadora. No hay nada que nos distinga de los perros, si pudiéramos seríamos igual que ellos, sólo que nosotros razonamos y debido a ello nos hemos privado de un montón de placeres. Al final Diodoro se fue a casa sin llevarse la carne a los labios, sabiendo que había actuado adecuadamente. Pero su novia no tenía la misma fuerza de voluntad y Diodoro fue traicionado. Entonces se volvió loco y empezó a forjarse amistad con las galletas. Desde luego, su patología era mucho mejor que el Síndrome de Estocolmo, pues la locura es un estado mental que, aunque parezca mentira, puede ser alegre.

Loco, cuerdo en su interior y únicamente para sí mismo, Diodoro se veía desde entonces como un ser solitario expulsado a la humanidad, como si fuera un conejo huyendo de un hurón o echado a los cerdos, en medio de un caos imposible de ordenar.

Se levantó del banco donde reposaba la existencia tranquilo y meditabundo y puso rumbo a “casa”, a un lugar al que difícilmente se le podría llamar hogar y del que Diodoro no sabía escapar, aunque cuando lo conseguía volvía sin entender el porqué. Cuando llegó a la verja de dos metros de alto de su mansión de ladrillo y cemento, un montón de mujeres con batas blancas fueron a su encuentro:

-¿Dónde has estado? ¿Por qué te escapaste?- dice una de las mujeres.

-«Te dije que no viniéramos aquí, solamente nos quieren hacer daño»- gritaba la galleta de Diodoro desde el bolsillo de su bata.

No responde, Diodoro nunca habla, apenas mueve la cabeza, solamente anda de frente con los ojos clavados en el suelo. Sus piernas desnudas se mojan, su entrepierna gotea, su trasero empieza a oler mal y las mujeres le agarran del brazo, le guían a su habitación sin que oponga resistencia, donde le desnudan, le lavan y le visten con una bata nueva y limpia; después suena el gatillo del pestillo y le encierran. Diodoro se tumba en su cama y se pone nervioso hasta convulsionarse como un poseído, pero no grita, gime, y no es que esté loco, simplemente tiene miedo y llora, desea ser libre. Vuelven las mujeres, esta vez con un hombre fuerte y peludo. Le inmovilizan y amarran con unas correas, le dejan inmóvil, le meten la medicación por la boca y el agua empapa su cara y su garganta hasta el pecho, de forma que Diodoro casi se ahoga. Finalmente le pinchan con una aguja y Diodoro se duerme mientras se escuchan los alaridos de otros tocados, los absurdos de otras ideas, las voces de los esclavos de la locura.

Ocho horas después Diodoro se despierta alarmado por los gritos desesperados de su galleta. Sigue amarrado y le cuesta levantar el cuello, pero cuando consigue alzarlo ve a su gran amiga siendo masticada por el hombre peludo. «Está buena», le dice. La galleta ya no vociferaba nada, pues estaba muerta, y entonces Diodoro empezó a llorar. «¿Qué te ocurre, Diodoro? ¿Será por galletas?». El hombre peludo sale de la habitación, e impotente, Diodoro gime y se estremece furioso, intentando proferir insultos que sus cuerdas vocales eran incapaces de pronunciar.

Hubo una época en la que Diodoro si podía hablar y se comportaba de forma coherente a la estupidez de todos los hombres todos los días de año. Entonces el amor no le había vuelto loco o demasiado cuerdo ni le había borrado la palabra de los labios. La auténtica locura de este mundo reside en la maldad de los hombres, en su hipocresía, en su obsesión por querer ser mejor que el otro, esa es la auténtica locura, la demencia que está pudriendo lo más noble del hombre, su propia esencia y espíritu.

Diodoro pensaba en su galleta, en su amiga, en ese ser más humano que aquel hombre peludo. «¿Por qué lo hizo?», se preguntaba, «¿por qué se la comió?, ¿acaso me como yo a los amigos de los demás?», se decía retóricamente. Poco después Diodoro fue desgranado de las correas y, acompañado por dos mujeres con batas blancas, fue a la cafetería a desayunar. A partir de entonces no le quitarían el ojo de encima, por lo que no sería fácil volver al mundo exterior, escapar al terreno de los llamados juiciosos y sensatos, donde, aunque resultara paradójico, Diodoro se sentía libre. En la cafetería se sirvió un vaso de leche y unos bizcochos y desayunó solo, pues no tenía amigos.

Desayunaba tranquilo, sereno, triste pero recio, soportando toda la calamidad que le perseguía como si fuera un dique inmortal. Entonces escuchó una llamada, una vocecita que provenía de una cesta llena de galletas. «Diodoro, estoy aquí, me he reencarnado, ¿no es increíble?», decía una de las galletas. Diodoro se acercó perplejo y cogió dicha galleta, metiéndosela en el bolsillo. «Otra vez juntos, ¡qué feliz soy!», se dijo a sí mismo mientras sonreía.

Durante el desayuno tomaron una decisión clara, tenían que escapar de esa casa de hombres peludos y mujeres con batas blancas que les atiborraban a pastillas y a pinchazos. Y lo intentaron varias veces sin éxito, con el consiguiente castigo: encierro, inmovilización y drogas. Esa era la única forma que tenían de hacer escarmentar a los internos, pero con Diodoro no era posible, pues no hay nada más fuerte en el mundo que aquel que lucha por su libertad. Por eso seguía firme y pertinaz en su propósito, con la decisión suficiente como para preferir la muerte antes que el fracaso.

Dos días después de su último cautiverio de correas y sedantes, el cual se prolongó cuarenta y ocho horas, Diodoro pudo robar una de esas batas y pantalones que utilizaban los hombres peludos, más gruesas y resistentes que la ropa de diario del “preso”. Se vistió y, con la galleta en el bolsillo, escapó sin más, sin la menor resistencia, pues la seguridad era nula, ausente; simplemente había que saber al dedillo la hora adecuada, el momento preciso donde ningún ojo, ningún ruido, pudiera delatarle. No sabía a dónde ir, pero de pronto se inventó que tenía padre y madre y que ellos le volverían a acoger. Sin embargo, en el centro no tardarían en saber de su ausencia, por lo que fueron a buscarle.

En cuanto Diodoro vio al hombre peludo que se comió su galleta empezó a correr frenético, con la mala fortuna de que tropezara en medio de la carretera, cayendo rodando al asfalto y siendo atropellado por un coche que le arrastró diez metros. Agonizando, sangrando como una gallina decapitada, Diodoro tuvo fuerzas para hacerse con su galleta rota y le dijo: «Espero que te reencarnes en una galleta de nuevo. Hemos intentado ser libres y al parecer es imposible, siempre te cazan, siempre hay alguien al acecho que te lo impide, ¡no hay escapatoria en este mundo! ¿Pero podré ser libre ahora, galletita mía, podré ser libre al fin, ahora que me voy de camino al infierno? Tú también has intentado ser libre junto a mí y al menos sabes que tienes la posibilidad de volver a intentarlo, pero yo… ¿no hueles el azufre?»

Diodoro dejó de respirar, yéndose de este mundo infame sin que nadie pudiera escuchar sus últimas palabras, sin que él mismo encontrara la fórmula para que sus cuerdas bocales volvieran a dirigirse a los hombres. Nunca sabremos qué fue de él en el otro lado, aunque si podemos decir que su cuerpo fue envuelto y guardado en un depósito, esperando a que alguien lo reclamara, lo cual era improbable. Lo que sí está claro es que al final la materia se enclaustra y se amontona, pero la esencia de Diodoro puede que pulule libremente, aunque eso es algo que nunca sabremos y que nadie en este planeta reivindicará, ni siquiera su familia o la propia justicia.

¡Sé feliz allá donde estés por todos los hombres libres, Diodoro!■