Fragmentos de EL PARASUEGRAS, una de las historias más atrevidas de Daniel Aragón Ortiz, incluídos en su libro de relatos Escorias y Cenizas


(…) Que se abra el telón, tenía diecisiete años y mi sexo rebosaba de alegría ante un paisaje fantástico: una joven rubia con una piel suave y tostada por el sol veraniego me acariciaba con su calido aliento y me introducía en el paraíso. Se llamaba Mónica y era perfecta, virtuosa, toda una hembra dispuesta con delicadeza, precisión y capricho, una creación divina que si puede parecer almibarada por su dulzura, escondía en sí misma un espíritu lúbrico digno de subyugar o de al menos de ser domado por él. Viéndola entre mis piernas, introduciéndose mi arma más preciada entre sus dientes, supe que me había enamorado. Con ella tuve mi primera experiencia, fue quien se apropió entre pechos grandes, útero infinito, rugidos de animal salvaje y labios carnosos con carmín de toda mi pureza e inocencia. Pero a pesar de haber sido despojado de cosa tan irreal ante los ojos, me sentí más pleno, más hombre si cabe, con una seguridad no experimentada anteriormente en mí.

Era el hombre más feliz del mundo, así de dichosos se sienten todos lo hombres cuando son embrujados por los encantos celestiales que aún hoy desprenden las mujeres, descendientes de ángeles. Pero no tardé en abrir los ojos, nada es tan bonito ni nada es tan real, el hombre nunca puede llegar a la totalidad de su consciencia porque siempre se pierde entre mentiras e invenciones, algunas placenteras, otras dolorosas. (…)


(…)Vitalia y yo nos veíamos en secreto, insistía en que sus padres me matarían si supieran que se veía conmigo, un hombre tan poco recomendable, bastante mayor que ella.... Mientras tanto, fornicábamos en mi casa, en mi cama, intercambiándonos el sudor, la saliva, el calor… Conmigo perdió la virginidad y conmigo se descubrió a sí misma. Me llegó a decir que nunca se había sentido una mujer porque ningún hombre la había tratado como tal, y yo no solamente la trataba como una mujer, sino como lo que era: un Ángel, un ser celestial, una domadora de hombres. Su belleza era grandilocuente, seres de otras culturas podrían haberle hecho culto, pero cuando hacíamos el amor su belleza alcanzaba otro nivel, un nivel imposible, indescriptible, sobrenatural.

Una tarde, Vitalia quiso dominarme. Había descubierto su naturaleza y una seguridad pasmosa que la convertían en un ser peligroso. Se posó en mi regazo, dejando sus pies caer detrás de mi espalda, unió sus senos contra mi pecho, sus uñas me arañaban la espalda, nuestros glúteos estaban apoyados en el suelo y yo estaba erecto como los pelos de un erizo. Abrazados e impetuosos, nos besábamos alocadamente y su sexo se precipitó sobre el mío y empezó a galopar y a dirigirme. Pero me sentí tan humillado, las mujeres nunca follan a los hombres, ellas siempre son folladas, ¡aquí solamente follo yo! Agarrada con fuerza y nervio contra mi pecho, no me dejó otra alternativa que despojarme de ella violentamente y agarrarla y penetrarla por detrás como a una perra para enseñarle quién era El Señor, su Amo, su Dueño, su Hombre, su Guerrero… Gritó más que nunca, sufrió como nunca, le dolía como nunca, pero acabó gustándole y pidiéndome más y más. Por delante, por detrás, ya poco le importaba, cualquiera de sus orificios le daba placer, había sucumbido al vicio, pero a su vez me era fiel y me hacía culto, ¡y aquella fue la mayor victoria que un ser como yo podía tener sobre un ángel!.

Un día diferente, fui a casa de Vitalia a dejar unas cajas de fruta. Ella me esperaba y me invitó a su cuarto. Accedí nervioso y en su cama de niña adolescente le hice el amor, tirando al suelo peluches y fotografías de metrosexuales amariconados. Agarré su trasero y le di su merecido, y me gritaba ¡más fuerte!, ¡más fuerte!, y yo la azotaba y la revolvía con violencia a la vez que aullábamos estremecidos de placer.(…)■