CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE III/IV): LA ESPERANZA



«(…) Hesíodo, a lo largo de Los trabajos y los días, asemeja la esperanza al peor de los males, a la peste que ha quedado en la caja de Pandora a la libre disposición de los hombres, que se abalanzan hacia ella en la creencia de que ahí encontrarán la salvación y el antídoto contra el resto de los males, cuando se trata de un veneno entre los demás, si no del veneno por excelencia. Todo lo que se parezca a la esperanza, a la espera, constituye de hecho un vicio, o sea, una falta de fuerza, un defecto, una debilidad. Un signo de que el ejercicio de la vida ya no marcha por sí solo, de que se encuentra en una situación crítica y comprometida. Un signo de que falta el gusto por vivir y de que la continuidad de la vida debe en lo sucesivo apoyarse en una fuerza sustitutiva: ya no en el gusto por vivir la vida que uno vive, sino en el incentivo de una vida distinta y mejor que nadie vivirá jamás. El hombre de la esperanza es un hombre que se ha quedado sin recursos y sin argumentos, un hombre vacío, literalmente «agotado»; semejante a ese hombre del que habla Schopenhauer en un pasaje de Parerga y Paralipomena, que «espera encontrar en los consomés y en las medicinas de salud y el vigor cuya verdadera fuente es la propia fuerza vital». Por el contrario, aunque sólo fuerza porque dispensa precisamente de la esperanza, la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 32, 33. Traducción de Rafael del Hierro.


Bien hace Rosset en recurrir al sabio poeta griego Hesíodo para decir con sus palabras en nuestra era que la esperanza es “el peor de los males”, una especie de fuente en la que muchos beben “en la creencia de que ahí encontrarán la salvación”. Qué fino y qué brusco a la vez, qué sutileza en el verbo y qué abrupto con el ataque hacia el hombre débil: sin piedad, sin temor… pero con certeza de lo que es la fuerza y de lo que es la debilidad. Y qué bien saben los gobernantes, aprendices todos ellos de sacerdotes, de que la esperanza es un arma, un arma de la fe, una especie de promesa sobre algo que no existe: el ofrecimiento de un crédito que todos pagarán con su esfuerzo pero por el que no recibirán a cambio beneficio alguno, pues en eso se queda la esperanza: en la promesa de algo, en un arma de demagogia y de aprovechamiento.

El hombre débil, sin armas, es incapaz de luchar si alrededor merodea el aroma putrefacto de la esperanza, la promesa de que el futuro les aguarde el gran fruto: la felicidad. Hoy en día, más que nunca, nos venden la esperanza como una especie de pócima mágica, una panacea para nuestra existencia material e insípida: seguid adelante, nos dicen, sed optimistas, dicen también, tened esperanza en el futuro, insisten, vuestro gobierno trabaja por vosotros, bla bla bla, no os dejaremos en la estacada, apuntillan magistralmente. Y así habla el político, así hace uso de la esperanza. Son sacerdotes, se aprovechan de los débiles; y aunque no reparten hostias y vino si hablan en un púlpito y a veces dan cerveza gratis en una barra.

La esperanza es la parálisis de la voluntad, es la espera interminable, un esqueleto en representación de un hombre vacío y desecho, una especie de invalido: es el pusilánime por excelencia, un hombre que sustituye la vida, el sí a vivir, por la perspectiva de una felicidad: no es activo, sino pasivo. Sentenciando drásticamente, el esperanzado es un cobarde, un hombre que o bien hipoteca su vida en las ilusiones que cualquier mercader de utopías le vende (político, sacerdote…) o un hombre que espera inmovilizado en un punto la resolución de todos sus problemas, la salvación.

Lo que Rosset nos dice es sumamente importante, la Vida hay que vivirla, hay que ir hacia el objetivo, esforzarse, luchar hasta el final: la felicidad no es gratuita. En una Voluntad fuerte y vigorosa debe residir la mejor de las virtudes humanas.

Pero no crean que estoy sumamente convencido de lo que he dicho, si bien es cierto que me suscribo a cada una de mis palabras, no por ello siento cierto recelo al ver cierta heroicidad en las acciones de personas que viven con esperanza toda su vida (supongo que si veo cierta incoherencia es por una incompatibilidad del significado convencional entre las palabras). Pero hablo de una esperanza activa, no pasiva, de una especie de Voluntad que empuja a ciertas personas hacia la resolución de un problema que todos dan por imposible y que está por encima de toda naturaleza de debilidad. Es más, es en grado sumo una demostración de fuerza, un espíritu de lucha, de guerrero, que solamente atesoran aquellos que no dejan el campo de batalla hasta el final. Para el Hombre de tal esperanza no existe la rendición: no espera inmovilizado ni se vende a las fábulas de los mercaderes, no agarrota sus músculos en una silla ni deja pasar el tiempo sin evolucionar, sino que con resolución y vigorosidad se yergue ante la adversidad para desafiar al destino. Un destino que si bien está determinado no está escrito, es solamente el resultado de las sumas, restas, divisiones y demás aplicaciones matemáticas que se conciben entre multitud de acontecimientos.

En definitiva, lo que nos viene a decir Rosset es que la esperanza, al igual que la alegría, son dos fuerzas, y que ésta última es la fuerza vital por excelencia, al ser el elemento indispensable para hacer la vida soportable. La esperanza es una fuerza sustitutiva de la vida, un aletargamiento del ser: «…la alegría constituye la fuerza por excelencia –la fuerza mayor en comparación con la cual toda esperanza parece irrisoria, sustitutiva, equivalente a un sucedáneo y a un producto de recambio-. (…)»■