SOBRE AQUELLO QUE ES MÁS QUE EL AMOR

 «¡Mira, justo ahora se ha vuelto perfecto el mundo!» - así piensa toda mujer cuando
obedece desde la plenitud del amor.
Y la mujer tiene que obedecer y tiene que encontrar una profundidad para su superficie.
Superficie es el ánimo de la mujer, una móvil piel tempestuosa sobre aguas poco profundas.
Pero el ánimo del varón es profundo, su corriente ruge en cavernas subterráneas: la mujer presiente su fuerza, mas no la comprende.
Entonces me replicó la viejecilla: «Muchas gentilezas acaba de decir Zaratustra, y sobre
todo para quienes son bastante jóvenes para ellas.
¡Es extraño, Zaratustra conoce poco a las mujeres, y, sin embargo, tiene razón sobre
ellas! ¿Ocurre esto acaso porque para la mujer nada es imposible?
¡Y ahora toma, en agradecimiento, una pequeña verdad! ¡Yo soy bastante vieja para
ella!
Envuélvela bien y tápale la boca: de lo contrario grita a voz en cuello esta pequeña verdad»
«¡Dame, mujer, tu pequeña verdad!», dije yo. Y así habló la viejecilla:
«¿Vas con mujeres? ¡No olvides el látigo!»

Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche

Hoy matrimonio es cualquier unidad para aquellos que no tienen un orden racional de las cosas y que tampoco obedecen el orden natural de las cosas, un orden no humano, un orden que procede de lo alto. Pero el matrimonio es la institución que da legitimación y vía libre al amor desorbitado que un hombre una mujer se tienen para dar de sí lo mejor para ellos mismos y para el mundo: descendencia. No es otra cosa que esa el matrimonio, unión entre un hombre y una mujer y nada más, órgano que da un centro a la mujer, un lugar común con su opuesto masculino para realizarse plenamente en su función femenina. No es la unión entre hombres, ni entre mujeres, es la conjunción de dos opuestos, el hombre y la mujer, que encuentran en el jardín del matrimonio un sentido pleno a lo que ellos son. Que el amor es el elemento que empuja volitivamente al matrimonio, por supuesto, pero como desarrollaré a continuación, es el amor una palabra que dice poco, que minusvalora a aquello que trasciende de lo propiamente físico y que realmente no es amor, sino algo más, algo indescifrable, oculto y dantescamente irracional.

En un mundo donde el amor carece de valor, donde la propia palabra amor llama amor a algo que mis sentidos perciben como inadmisible, he ahí que hemos de encontrar un significado nuevo al amor. El amor, palabra pequeña, demasiado poco para expresar una realidad que trasciende de los hombres -por incomprensible, por irracional-, algo que con palabras se empequeñece, esa sensación que supera al propio ego y lo funde con su contrario femenino o masculino creando algo superior de lo que ellos son por sí mismos. ¿Puede la palabra amor definir algo tan elevado, algo que no necesita motivo y que no obedece a nuestra voluntad? ¿Y es que no es eso indescifrable, sin nombre, en cuanto que no nos hace libres, que nos somete a su tiranía, por lo que la deseamos, pues a pesar de ello nos embarga de felicidad? ¿Acaso no es aquel que lucha por amor el que muestra una voluntad de sacrificio mayor? ¡Y en contra de su libertad! Es el amor el que nos enseña a obedecer, es el amor lo que nos dice que no es la libertad lo mejor.

La mujer, hecha para amar de verdad, para amar hasta lo indecible, es decir, para rendirse a las virtudes del varón - varón que es superior a la mujer en los dones propios del varón, lo mismo que la mujer es superior al hombre en los dones que le son propios a la mujer-, sabiduría impuesta por los sabios dioses -hoy desobedecida y corrompida-, que se manifiesta desde siempre en nuestra naturaleza... la mujer, descarriada, ansiosa por parecerse al hombre, hace que peligre el amor, ese amor superior, ese amor de verdad, ese amor que la mujer debe sembrar en el siempre belicoso varón -y si no no es varón- para equilibrarlo; un hombre que debe amar y saber amar en cuanto lo aprende de la sabia y peligrosa mujer, ¿pero dónde están esas sabias y peligrosas mujeres, esas mujeres capaces de derribar todas las resistencias que ofrece todo hombre bien constituido ante sus seducciones, esas mujeres que se hacían respetar de verdad? ¡Dónde!, ¡dónde están esas mujeres! ¡Sólo veo concubinas de mancebía, liberadas de tres al cuarto y victimistas! El eco me replica, ¡es desesperante! Los pocos guerreros de hoy anhelamos a las mujeres que amaban a los hombres, que se rendían ante su fuerza y curaban sus heridas, anhelamos las virtudes femeninas, anhelamos el consuelo que sólo ellas saben dar, anhelamos ese campo sembrado de placer donde los hombres, al llegar a casa, podían refrescarse, hacer suyo, conquistar, dejarse llevar por los goces que únicamente ellas sabían darnos en ese noble arte -hoy olvidado, o casi olvidado- de amar de verdad, de amar sin límites; donde la mujer obedece y se rinde a él; placeres sagrados que no son necesariamente vicio, sino expresión volitiva del amor si este se conforma con la mente centrada en la unidad que deben conformar un hombre y una mujer, cada uno en su sitio, cada uno en su lugar, pero ambos conducidos por su función, obedeciendo siempre el orden natural de las cosas, una ley no humana, una ley que procede de lo alto y que unió el destino del hombre y de la mujer para ser ellos algo más, para dar el gran fruto, la hermosa obra: el hijo -expresión humana que debe surgir desde el amor que sólo la mujer puede ofrecer. ¡Y es que de la mujer quiero una amante y una madre para mis hijos, también una guía y una educadora, pues tales son sus dones, entre otros muchos! ¡Yo a ella le ofreceré los míos!

Ver a una mujer estremecida por todo aquello que sólo puede ofrecer el varón, verla arder de placer ante el gran goce que le supone sentir la poderosísima fuerza masculina, que hace de ella su capricho, su tesoro, todo aquello por lo que merece morir y vivir al mismo tiempo, todo aquello que ha de amarse como lo más sagrado, pues la mujer no es sólo una mujer, es la fuente de la vida, es el flujo del que manarán nuestros hijos, futuros guerreros defensores... ¡reconquistadores del orden natural, del orden de lo eterno! Las mujeres, desorientadas, se han dejado arrastrar por el emputecimiento de la modernidad; el hombre no ha ido con mejor rumbo. Ella elige y se cree libre, piensa que poseer los dones que son propios del varón le dará mayor soberanía; lo mismo que el hombre, afeminándose, piensa que tendrá más éxito entre las mujeres, que su pacifismo le hará más superior moralmente... ¡mentira! La responsabilidad no es de unas ni de otros, sino de ambos. Y no hay nada más puro ni más hermoso que un hombre blandiendo la espada, un hombre siendo guardián de su familia, protector indomable y aguerrido, conquistador de la siempre traviesa mujer, que se desvía fácilmente. Ni hay nada más bello que observar a una mujer ofreciendo su generoso pecho a su hijo, ni nada más bello, en definitiva, que ver a la mujer entregada a eso de lo que más sabe, en su plenitud, es decir, mostrando ese amor tan elevado que toda palabra empequeñece y ante lo que todo guerrero no tiene más remedio que rendirse, ¡pues gloriosa es esta derrota! Quizá el hombre debe aprender a amar de la mujer, pero la mujer necesita del hombre para encontrar el amor, algo que aquí llamaremos amor, pero que no son amores de escaparate, sino algo tan elevado y a la vez tan profundo, que atraviesa y supera cualquier lenguaje.■

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