Fragmentos de Dementĭa, un relato corto de Daniel Aragón Ortiz sobre la vejez y la decadencia


(…) No era un ser apendolado, pero se elevaba sobre la tierra con sus carnes desmayadas y pálidas. Se podría decir que a su cuerpo no le llegaba la luz y que era un pájaro viejo y arrugado, de los de generaciones muertas, que vivía en un nido modesto hecho para seniles (…)

(…) Siempre caminaba por la calle arrastrando su cuerpo presuroso, pálido y arrugado mientras silbaba incesantemente como una cría que intenta invocar a sus padres muertos. Su silbido era como el viento, algo que le protegía por todas partes, casi había adoptado vida propia y perecía surgir de lo más profundo de su ser, de aquella maraña ligera donde él ya no era él y se hacía un gran lío. Caminaba por las calles estrechadas a lo largo de muros que parecían hablar el mismo lenguaje de la vejez, con la conciencia de que sabían más de la vida que de los tiempos, pues de la vida se llega a aprender algo, pero de los propios tiempos pretéritos y presentes nunca se es cultivado adecuadamente, pues siempre nos volcamos en repetir en su crudeza en lugar de en su virtud los errores de la historia, que parecen redundarse en un eterno retorno sombrío. Es lo que tienen las callejuelas de Tarifa, parecen hablarte de vidas, de sueños, de extrañas sensaciones y de coincidencias. En nuestro pobre ser alado aquellas calles eran su infancia, sus fiestas, sus amantes, sus amigos, sus charlas, sus reflexiones… Todo aquel entramado de callejuelas le hablaban en su recuerdo, pues él y esas calles eran lo mismo. Eso es lo que llamamos arraigo, echar raíces: el ser alado parecía un pájaro en descomposición, pronto sería estiércol y de él brotaría un árbol (…)

(…) Los domingos Jacinto no salía a volar, prefería sentarse en su butaca mientras el resto de los ancianos saludaban a sus nietos y nietas y a sus hijos e hijas. Eran los días más felices para esos abuelos, esos seres de la memoria que se marcharían del mundo con más pena que gloria. Esos días se mezclaban los llantos de los mayores por la emoción y la de los nietos por querer huir de un lugar tan decadente. Jacinto veía lo que era: escoria, basura, un sobrante; nadie se preocupa de la vejez, de los mayores, de los auténticos embajadores de la existencia y de la conservación: Jacinto sabía de mucho antes que la vida era sanguinaria e injusta, pero tuvo que adquirir experiencia para darse cuenta de que además se ensañaba (…)