Hoy he intentado comprar un regalo a mi novia, pero me sentía mal, el cuerpo no me respondía, supongo que sería por la resaca. Las tiendas eran demasiado pijas para mí, tan limpias, tan relucientes, con tantos productos para elegir. Pero me encontraba fatal, intentaba entrar en una de las tiendas y algo me echaba atrás, tal vez el tipo de gente que iba a comprar (la de lo políticamente correcto, los que dejan medio filete cuando van a un restaurante por educación), o esas niñas cursis que trabajan como dependientas y que lo empinan todo (muchos tienen que salir del establecimiento con las manos en los bolsillos), o esa música que ponen de fondo tan monótona (por lo repetidas que son, ¡que nó!, ¡que nó!, ¡que no me compro el disco!), o será para evitar esa necesidad de enseñarle al vecino el pantalón nuevo… El mundo se relaciona a través del dinero, qué habría sin él, ¿no habría mundo?.
Aún me encontraba mal, el pecho me hacía cosas raras, me empezó a doler el brazo izquierdo, a dormírseme la pierna, la temperatura me subió, me asusté, me puse blanco, luego rojo, se pasó rápido… ¡vaya mierda de resaca, me va a matar!
Iba andando por la calle y dentro de las tiendas solamente había tías buenorras con sus novios a cuestas, que parecían parte del mobiliario del establecimiento, sí, parte del mobiliario, por eso de que paseaban como perchas. Una mujer solo necesita a un hombre para que le baje las cosas de la estantería, para follar, para la VISA, para que las lleven en coche y… para ser un perchero. Aunque no lo crean no soy machista, pero si ellas dicen que todos los hombres somos unos cerdos (y cuando dicen todos se refieren hasta a Brad Pitt, uno que debe limpiarse y a quien se la deben de limpiar todos los días) yo puedo decir que todas ellas son lo que yo quiera.
Seguía pasando de tienda a tienda y no me atrevía a entrar en ninguna. Todo estaba lleno de mujeres y de sus perchas, y yo seguía sin entender cómo conseguían que siempre fuera la dependienta la que más buena estaba. Desquiciado, hice un alto en el camino y me metí en un bar. Pedí un ron con limón. Los bares son los únicos lugares de consumo donde me siento bien, allí hay hombres feos, el suelo está sucio, eso era más parecido a la humanidad, tener los pies en la tierra de verdad. Me terminé la copa, pagué, salí del local e intenté mirar en otros sitios a ver si encontraba un puñetero regalo. Al final entré en el lugar más cutre de la ciudad y compré unos tristísimos guantes de color rosa, seguramente cosidos con lana de a saber dónde por las manos de una pobre chinita de trece años. Qué calamidad este mundo, me entraban ganas de quemar todos lo centros comerciales. Pero por fin tenía el regalo, gracias a ese establecimiento tan mísero donde atendía una mujer muy grande, es decir, gorda, con la que sabía que podría controlar mis impulsos más triviales.
Fui a mi casa y me preparé la cena, luego me lo comí todo tranquilo. Mis padres gritaban, mi hermano tenía la música alta, yo me masturbaba para despejarme y olvidarme de todo. Pasaron las horas, me acosté, dormí, sonó el despertador a las siete, me desperté, me levanté, fui al baño y me afeite, me duché, después me puse la ropa del trabajo (traje barato con corbata azul, verde y amarilla), me masturbé de nuevo, me limpié las manos, oriné, cogí el móvil, di una pitada a mi novia, cogí las llaves de casa y del coche, bajé andando las escaleras, abrí el coche, metí primera, aceleré, luego puse segunda… a las ocho y cuarto ya estaba en la puerta de mi trabajo, Galerías La Galería, a las y media se abriría al público.
Mi puesto de trabajo se encontraba en la segunda planta, en la sección de ropa juvenil. Siempre me venían adolescentes revoltosos con aires de no sé qué, como si fueran personajes de cómic o algo por el estilo. Ocho y media y ya empezaban a entrar las primaras damas con sus percheros, hay quienes viven para comprar y solo se duermen para pasar mejor el calvario que supone el tener todas las tiendas cerradas. Mi lugar de trabajo era un imán para las tarjetas de crédito, esas luces, ese suelo, esos aseos tan limpios, esas estanterías, esa decoración fotográfica tan sugestiva, la música de fondo, los y las dependientes con sus trajes, yo asqueado y con una sonrisa de tonto para que el cliente no vea quién es el desgraciado que en realidad le está atendiendo y que le daría una patada en el culo y le gritaría «gilipollas enajenado de mierda vete al puto psiquiatra a que te pongan una nueva azotea». Mi primer cliente se gastó trescientos euros en un jersey que parecía una camiseta interior y que tenía un cangrejito a la altura de donde se posa el pectoral izquierdo, el segundo se gastó quinientos euros en una chaqueta de piel marrón y que pagó con una tarjeta muy desgastada que tuve que pasar unas diez veces para que el chisme la detectara. Luego vinieron más y el día pasó tan estúpidamente que me entraron ganas de estrellarme en cualquier farola con el coche.
En mi casa me esperaba mi novia, quería darle el regalo, hacía frío y necesitaba los guantes. Se los di y no le gustó nada, me insistió en que no se ponía baratijas, que ella era toda una mujer y no una niñata barriobajera. Luego hicimos el amor, qué menos podría ofrecerme, ya que no trabajaba al menos su culo debía servir para algo.
Al día siguiente, en el trabajo, me escaqueé con dos de los jerseys que tenían el cangrejito. Los descosí lo mejor que pude y me los guardé en el bolsillo. Fui a la tienda donde me atendió esa chica grande después del trabajo y me hice con unos guantes idénticos a los otros que ya había comprado, sólo que esta vez de un color distinto, amarillo pálido. En mi casa, con los chillidos de fondo de mis padres y la música estúpida de mi hermano, zurcí lo mejor que pude los cangrejitos en los guantes, uno en un guante y otro en el otro guante. Una vez cosidos fui a casa de mi novia y le hice el regalo después de disculparme por tener la osadía de comprarle una baratija. Se puso tan contenta cuando vio los cangrejitos que tuvo que venir la madre para que me soltara del cuello del abrazo tan efusivo que me estaba dando. Así que por fin ella tenía sus guantes.
Este mundo está un poco loco, nos encanta el dinero porque es algo que nos ayuda a aparentar una cosa que no somos. Pensamos que las cosas materiales nos dan caché, que el cangrejito es signo de elegancia y distinción. La gente se cree todo lo que sean promesas, de hecho los seres humanos somos como peces, la publicidad es el anzuelo y como siempre muchos pican de alguna forma u otra. Supongo que el mundo está loco y que mi novia es una auténtica enferma mental o como poco una víctima de su debilidad.
Yo no sé ustedes, pero cuando veo un centro comercial lejos de mi trabajo, huyo, y más si voy con mi novia, porque sé que tarde o temprano conseguirían sacarme la cartera del bolsillo como si fuera un atraco. Pero no termina todo ahí, también me dan miedo las gasolineras porque no quiero que maten a nadie de algún país del quinto culo para que me llenen el tanque, y las navidades porque…
Pasó el día, cené, luego dormí… me desperté a las diez de la mañana, era viernes, mi día libre de la semana, a las doce tenía que ir al psiquiatra, todos deberíamos ir...■