
Era cinco de enero, un día de locura donde muchos rezagados van con prisas a hacer los últimos regalos o el único regalo para el gran día de la Epifanía. Era un día penoso para mí, seguía en el centro comercial trabajando y hoy salíamos a las dos de la madrugada porque ese día cerramos a las cero cero y después debíamos preparar las rebajas que se iniciarían justo a las diez de la mañana del día siete (por lo que el día seis sería un día libre para mí), ese día maldito, ese día que es una forma de rematar a los incautos, a los ignorantes que se dejan seducir por los violentos precios y las benevolentes ofertas, tan buenas que le salen agujeros a las carteras y se descosen los bolsillos de los pantalones, dejando por todo el gran centro comercial un apestoso olor a dinero con el ruido de cajas registradoras de fondo. Yo, al menos, cuando llego a mi casa, siento que la miseria a inundado nuestro ser y que nos embarga un sentimiento equivocado de felicidad, del cual se aprovechan los poderosos para utilizarnos, comprarnos...
No hay rastro de cristianismo en estas fiestas, y a pesar de mi nihilismo a veces prefiero a la gente con fe en cualquier Dios (aunque sea en el de la Santa Cruz) que a esa gente sin principios, nihilistas falsos sin contenido y sin caché, seres nulos que hacen del pasotismo su idea suprema y del egoísmo su única moral. La tradición se ha perdido, ahora solamente importan las rebajas, la comida rápida y el Papa Noel ese de los yanquis, que me dijeron que en realidad vestía de verde, sólo que una empresa de bebida refrescante le puso el rojo para hacerle más atractivo... Y no crean que me encantan las tradiciones, que no las sigo, pero prefiero la identidad verdadera de un pueblo a la cultura caricaturizada que se vive hoy día, que ni por asomo llega a los momentos trascendentales de antaño. Y lo veo así, no puedo evitarlo, desde el centro comercial me doy cuenta de que estamos perdiendo nuestra cultura, que nos están colonizando en ese sentido, y si un pueblo pierde su esencia pierde como pueblo y su identidad es sustituida por otros valores, por otros principios... Y eso no es la globalización, es la Aniquilación, una oleada de pensamiento único que nos convertirá definitivamente en borregos.
Son las doce, aún no he comprado los regalos para la familia, debo consumir porque eso hace felices a mis seres queridos y si no lo hago soy un apestoso, un rata. Al final, me guste o no, debo pasar por el aro y seguir los protocolos del sistema, este sucio sistema que me vacía los bolsillos, que no me deja tiempo libre y que me mata a trabajar y de estrés. No voy a resumir lo que compré aprovechando que preparaba las rebajas del día siete, pero sí puedo contaros que me dejé mi paga extra y parte del sueldo del mes. Llegué a mi casa a las dos y media de la madrugada y cuando me desperté a las once de la mañana me esperaban mi novia y mi familia. Me regalaron un reloj de oro, uno muy caro que... en fin, creo que no me merecía, ningún ser humano se merece algo así, algo tan estúpido, un trozo de piedra amarilla que el hombre le da valor por no sé qué historia. Si me conocieran de verdad me habrían regalado nada, porque eso me habría hecho feliz, tanto como a mí me lo habría hecho el no comprar algo porque sí, pues supongo que la acumulación material no dignifica al hombre, más bien lo contrario. Sin embargo, mi novia y el resto de mi familia se sintieron tan felices con mis detallitos que me sentí sucio, pues estaba convencido de que en esas horas, que el día seis entero, me amaban con locura porque me había gastado un montón de dinero en ellos. Todo me daba un asco tremendo.
Fue despacio pero tengo aguante y pude soportar todo el vendaval de las navidades y de los reyes, un viento que se marchó satisfecho y con un saco de dimensiones globales lleno de monedas de oro y de plata. Pensaba que todo había terminado, que mi lugar de trabajo sería más tranquilo, pero qué iluso por mi parte pensar así. Eran las diez de la mañana del día siete de enero, el centro comercial abrió sus puertas y mi traje sintió el frío de la calle y el aliento de un montón de mujeres de mediana edad, marujonas de pies a cabeza, y de algunos hombres que se dejaban arrastrar por la marea, así como jóvenes y ancianos, ¡todo el mundo estaba allí!. Me dio asco, me dio mucho asco ver a esas mujeres y a esos hombres corriendo por los pasillos de todo el centro comercial, meneando sus tripas navideñas y sus papadas y esos pelos alborotados que les crecían en la cabeza como cebollas. Corrían como una estampida de gatos, gastándose sus últimos alientos y monedas en esos productos que hacía solamente dos días valían tres veces más; y mientras observaba toda aquella obscenidad me preguntaba: ¿vale la pena vivir en una sociedad donde la mayor preocupación consiste en qué comprar y cuándo hacerlo?.
Cuando terminó el día siete me dieron dos semanas de vacaciones. Fueron las peores de mi vida porque yo me quería ir a la montaña, pero mi novia me las fastidió para sacarme todos los días al centro comercial a aprovecharse de mi tarjeta porque me hacían un treinta por cierto de descuento por trabajar allí. Creo que me voy a matar algún día, que llegará el momento en el que no aguantaré más. Mientras tanto, iré al psiquiatra a que me dé alguna medicación más efectiva y pensaré en la forma de dejar a mi novia y de mandar a la mierda a mi familia y al mundo entero. Creo que el placer que me suministraría mandar a la mierda a todos es lo que me mantiene en pie y que si no soy feliz es porque no encuentro el sentido a todo este sistema del que todos parecen conformes. Mientras tanto, seguiré aguantando, no me queda otra. ■