Después de la catarsis viene la ataraxia. Son dos palabras que encontré por casualidad en el diccionario y que me fascinaron, tanto que, después del período de rebajas y de haber soportado la flojera mental de mi novia, de mi familia y de las demás gentes y sus conversaciones vacías y presuntuosas, tomé una decisión contundente: «Os voy a mandar a la mierda porque ya no os quiero aguantar más». Pero para ello necesitaba un itinerario, una especie de guión, y después un plan para ejecutarlo con inteligencia, asentando así lo que serían los patrones de mi revolución individual de alcance colectivo. Primero me encargaría de mi novia, luego de la familia y finalizaría con los consumidores y el centro comercial donde trabajo. Pero este plan deberá esperar porque me ha tocado de nuevo salir de compras, esta vez por motivo del catorce de febrero, una fecha donde las joyerías, floristerías y confiterías hacen su pequeño agosto, poniendo a disposición de la masa apetitosos y atractivos productos que ablandarán, seducirán y comprarán más de un alma, más de un polvo, más de una sonrisa, más de una...
Solamente tengo tres días para pensar un regalo, un estúpido regalo si no quiero perder a mi novia, porque ella me deja, y ya le ha puesto el ojo al vecino de abajo, que se ha comprado un coche alemán biplaza de más de cincuenta y cinco mil euros. Mi novia es lo más parecido a una puta, pero a una muy cara, de más de una hora, ¡de años!, una de esas que les gusta chuparte todo, empezando por la sangre, y que luego va de buena y de víctima por la vida. No la quiero, no siento amor por ella, de verdad, si no fuera por su culo y sus grandes pechos no me interesaría. Piénsenlo, mi vecino tiene que invertir mucho dinero en mantener su coche alemán, que seguro que traga tanto como mi novia, y yo debo hacer lo mismo aunque sea con una mujer. Ahora que me doy cuenta, soy igual de superficial que los demás, igual de estúpido, a pesar de odiar las compras, los centros comerciales… Me siguen dando una alergia horrible esas actividades, mi cuerpo y mi espíritu sufren demasiado y llego a casa deprimido, casi moribundo, realmente hundido y agotado; y esas sensaciones se multiplican por mil cuando me analizo y me doy cuenta de que soy igual de borrego. Mientras tanto, aguantaré un poco más, hasta que tenga completado mi plan maestro y dé pie a mi transformación, a mi liberación.
Cuando voy de compras debo soportar comentarios infames, esquivar a mujeres armadas de bolsos con el sueldo de sus maridos dentro, o a maridos que van a comprar sus caprichitos, porque todo sea dicho, esto de la igualdad entre los sexos ha traído igualmente marujones y víctimas del consumo y de los escaparates. La metrosexualidad va a igualar al hombre con las mujeres en sus defectos al igual que la lucha por la equiparación de derechos para las mujeres frente a los hombres está trayendo algo muy insólito, que no solamente consigan equipararse en cuanto a los derechos, que está muy bien, sino que las mujeres se comporten como hombres e imiten nuestros defectos, pensando que son sinónimo de respeto, a pesar de ser aberraciones para su naturaleza, más pulcra que la de los hombres.
Pero mírenme, allá iba yo por la calle mirando escaparates buscando un regalo para una muñeca hinchable que habla y tose y que está mejor callada o saltando encima de mi regazo. Voy hacia arriba y hacia abajo y están en todas las direcciones, ¡no hay piedad!, ¡no hay tiempo para un suspiro!, ¡lo mejor es quedarse en casa con la tele apagada y echarse a llorar! Espero que no hagan escaparates en el cielo, porque es el único lugar donde mi retina no ve cristales, donde no ve zapatitos, pulseritas, ropitas, maniquíes… ¡Y pensar que debo enfrentarme a esos monstruos de cristal! Los mercaderes han invadido nuestra presencia en el mundo, el comercio se ha convertido en un modelo de vida, en algoritmo vital y triunfador que nos ha programado y envuelto en un bucle infinito de «compra, venta, pago, compra, venta, pago, compra, venta, pago, pago, pago…» y de falsa felicidad. Miré al cielo y me encontré una avioneta surcando entre las nubes, en su cola había una pancarta que se agitaba como una bandera en su mástil durante los días de viento. Leí lo que ponía y me di cuenta de que me querían vender un coche, un maldito coche alemán, el de mi vecino, y me fui corriendo a un bareto en busca de su servicio mugriento y de dimensiones reales y ciertas, hecho a la medida del hombre, para vomitar: tal era la náusea que me provocaba tanta lujuria del capital.
Cuando salí del bar, caminando calle arriba me imaginaba en una pocilga, revolcándome entre los cerdos, atiborrándome de bellotas y jodiendo con las cerdas, ese era el mundo que sospechaba detrás de los muros de los sentidos y que veía tan real como la vida misma cuando salía a la calle y me unía al mundo con estilo disconforme y amargado, aparentemente resignado. Pensaba que era un ser tremendamente idiota porque iba a gastarme conscientemente una tercera parte de mi sueldo en una nimiedad de regalo y sin embargo la gente lo vería como algo romántico y sensible, todo un detalle de amor. El romanticismo es una mercancía, una más, sólo que tan volátil, tan ligera, que no podemos abordarla con las manos pero sí simbolizarlo en una compra, en un objeto. ¿En qué estamos mudando los seres humanos? Comprar para ese día, el catorce de febrero, se ha convertido en una obligación, en un deber cuya violabilidad consigue que los demás te señalen con el dedo y te pongan de rácano, de insensible, de poco caballero. Este mundo está loco, esquizofrénico, y yo tenía que ir al psiquiatra más tarde, aunque antes debía comprar ese regalo miserable para quitármelo de encima.
Me senté en un banquito de madera que se encontraba enfrente de una joyería. La gente pasaba ante mis ojos pero apenas podía distinguir sus rostros del brillo que desprendía el escaparate. Cuarenta por ciento de descuento era el reclamo, el anzuelo, y sin duda sería cierto, pero yo me preguntaba: ¿si incluido ese descuento conseguían beneficios cuánto más nos sacaban a los consumidores sin descuento? Era realmente ofensivo, una burla, un insulto. Me levanté del asiento de madera y me dirigí decidido a la joyería a gastarme un tercio de mi sueldo, o el cincuenta por ciento, a saber.
Los dependientes eran un viejo y una jovencita. El viejo era muy viejo y la jovencita era muy joven. Ambos eran marido y mujer, una combinación extravagante de amor entre vejez y juventud, entre las arrugas y la tersura. Para muchos el amor debe tener un límite, unas normas, unas edades, pero qué más daba, eso era un negocio más, a esa chica le daba igual estar con el viejo, apenas se le levantaba, solamente debía de cuidarlo hasta el día de su muerte y luego se quedaría con todo lo suyo, con todo lo de sus hijastros, con todo. Y aquel anciano lo sabía, y no le importaba, a su edad la soledad es el mayor de los males y aquella chiquilla era su guía y su único consuelo en su última etapa vital, y qué menos que dejarle todo lo que era suyo, incluida la joyería.
Elegí una pulsera de oro bastante bonita que me recomendó la dependienta. Me gasté una tercera parte del sueldo y salí de la tienda con cara de idiota, blanquecino, con ganas de morirme. Más tarde fui al psiquiatra y como siempre no sacamos nada en claro, excepto que estaba loco y un montón de recetas de pastillas, además de su correspondiente pago por el noble ejercicio de escucharme, un ejercicio demasiado bien pagado, más sabiendo que debería ser gratuito. Pero nada es gratis, todo cuesta dinero, hasta la bondad. El psiquiatra o el psicólogo son una amistad de pago que se sirve por horas.
Llegó el catorce de febrero y mi novia recibió su regalo. Ella me dio una alianza de oro bastante pesada que me hizo temblar pues ella compra las cosas con mi duplicado de tarjeta de crédito y se habría gastado otro tercio de mi sueldo o más. Este mes llegaría asfixiado, con deudas, pero de peores agujeros he salido. Se puso muy contenta y yo intenté imitar a alguien que se pone contento y supongo que me salió bien. Ese día hicimos el amor y se le veía muy activa y animada. Cuando salimos a dar una vuelta le enseñaba a todo el mundo el regalo que había recibido y me obligaba a mostrar la alianza de oro, le gustaba presumir y todas y todos decían «qué envidia» y se suponía que yo debería estar complacido y alegre, pero cada vez me sentía peor y la náusea reaparecía.
De vuelta a casa de mi novia, pues tenía el deber varonil de acompañarla hasta la mismísima puerta de su hogar, la realidad surgió de repente sin su velo. Yo era un cerdo y mi novia me cogía las manos son sus pezuñas de cerda. Las calles eran toda una pocilga y por las carreteras circulaban grandes jabalíes. Los centros comerciales eran contenedores de bellotas y todos los cerdos iban a comérselas, mientras que algunas cerdas y cerdos se revolcaban por el suelo y se rozaban, o juntaban sus hocicos o simplemente caminaban. En los baretos de mala muerte había grandes abrevaderos, en él los cerdos no eran cerdos, sino personas, y supuse que eran lugares tan miserables que la realidad se expresaba por sí misma sin complejos sin necesidad de cubrirse de velos. Cuando salían de esos baretos, las personas se convertían en cerdos y la realidad seguía su curso. Este arrebato de verdad duró más de lo convenido, dejándome bastante trastocado.
La locura hace que mi cabeza de un vuelco hacia la razón, y cada vez son más los monstruos que me atormentan y los impulsos que debo contener. Pronto mi plan estará cerrado, así que cada vez falta menos para que respire tranquilo. Empieza la cuenta atrás, ahora me toca a mí mover ficha.■