Fragmentos de El Oasis y el desierto de las flores, un relato de Daniel Aragón Ortiz

(...) Cuando era pequeño tenía fe en Dios porque me enseñaron a creer en eso, pues yo tenía la noción elemental de que el mundo era como te lo contaban tus padres y los mayores y que ellos tenían siempre la razón. Luego me di cuenta de que no, de que no era a ellos a quienes debía escuchar, de que la verdad no estaba de su parte: dentro de mí encontré más respuestas que las que ellos me aportaron. Yo preguntaba a los adultos montones de ¿Para qué? y de ¿por qué? y siempre me respondían un porque sí o se quedaban callados, ¡qué se puede esperar de unas personas que han dejado un mundo tan inseguro para mí y para los de mi generación que eran más niños que yo!. (...)
(...) Hace muchos años llegué a la conclusión de que los seres humanos somos insignificantes, que somos muy mediocres. Y yo me incluyo, yo soy igual de mediocre e insignificante, y me gusta serlo, es mi naturaleza y debo asumirla. Entonces me vino a la cabeza que para que seamos tan vulgares debe haber algo realmente extraordinario, algo realmente fabuloso, tan magnánimo y excelso que no se puede ver con los ojos ni estructurar en un papel, algo que nos dejaría en ridículo. No supe cómo aclamar a tanta inmensidad. Pensé en bautizarlo como re-apeiron en honor a Parmenides, o Demiurgo II en honor a Platón, incluso especulé en llamarlo Universus Magnus o Aeternus Nihil; aunque finalmente renuncié a cualquier intento por nombrar a algo que se escapaba de mi entendimiento. La fantasía ¡no! es buena si nos hacemos esclava de ella, y ese es el problema que tienen muchos en este mundo. Quien mata por una quimera es el más mediocre de todos los seres, y no piensen que vaya a poner ejemplos. «El gran padecimiento del hombre reside en el espíritu», y esa es una gran verdad, lo es para mí, y discúlpenme si hablo de forma tan dogmática, debo tener seguridad en lo que escribo, debo pensar que llevo la razón, no me pidan que sea imparcial expresándome en primera persona, tampoco se lo digan a un filósofo, no se lo exijan a nadie, es algo muy difícil de cumplir. Tenemos el YO en la boca, sólo hablamos para nosotros, para nuestra conveniencia, incluso cuando defendemos a alguien o le ayudamos es por considerarlo de nuestra jurisdicción: ¡mí! amigo, ¡mí! padre… Todo apunta hacia el YO, somos enemigos de lo que está fuera de nosotros, ese MÍ encierra en sí mismo propiedad, esclavitud, crueldad y superioridad. Pero en el mundo existen excepciones, aún viven abnegados, gente que no busca en lo ajeno algo con lo que sentirse mejor o con lo que favorecerse anímicamente; actúan por “deber”, por la felicidad de los demás, y eso es, para mí, lo más digno que puede haber en esta estampa de caos y barbarie de la que somos protagonistas. (...)

(...) Delante de mí se encontraba el paraíso, un prado inmenso rodeado de montañas donde una multitud de flores inmortales brillaban en pleno invierno con la misma lozanía que un carmín humedecido en unos labios densos y virginales. A unos trescientos metros de mí vi lo que parecía ser una pequeña construcción y al acercarme a ella cada vez más y más pude distinguir también un pozo y un pequeño almacén. Cuando llegué todo daba muestras de estar abandonado. Entré al almacén y vi un montón de sacos con semillas en buen estado y un sin fin de herramientas para trabajar la tierra y luego me acerqué al pozo y advertí cómo en lo más profundo brillaba un agua dulce que vivificó mi cuerpo como una poción curativa. Después de todo entré en la casa, en la construcción principal, hecha a base de madera y que, a pesar de los años que debía tener encima, poseía muy buena salud. El interior estaba lleno de polvo y pensé que sería muy entretenido darle vida y fulgor a aquel hogar. Luego me sonreí a mí mismo y a la semana siguiente, después de estar más rehabilitado y de haber sobrevivido a base de los frutos de arbustos y de árboles diminutos, cogí las herramientas y trabajé aquella tierra celestial que sería desde entonces mi hogar. Realmente estaba en un edén, en un mundo aparte donde todo giraba de forma diferente: en él las flores brillaban en invierno y no asomaban los hombres. Llamé a mi paisaje El Desierto de las Flores y a las pocas semanas, la misma tierra en la que me afané y labré con mi sudor, sin saber ni cómo arar ni trabajar, empezaba a dar sus frutos. A veces me sentaba en el alfeizar de una de las ventanas y me preguntaba sobre aquel hombre que había vivido aquí antes que yo. Nunca lo conoceré pero me lo imagino feliz y alegre, tranquilo y sabio. Me imagino al pionero saliendo de su casa con dieciocho años, huyendo de la civilización y de sus normas en busca de su felicidad; me lo imagino pasando mil y una penalidades, enfrentándose al vacío de una noche para mártires y a la brutalidad de una naturaleza enfurecida; me lo imagino vagando magullado y medio muerto por El Desierto de las Flores, maravillado y fatigado; me lo imagino el hombre más feliz del mundo después de todo lo que ha pasado, convencido de su insignificancia pero orgulloso de sí mismo. (...)