Fragmentos de Don Juan, una historia de Daniel Aragón Ortiz incluído en su libro de relatos Escorias y Cenizas



Ser fiel es algo difícil, frenar el deseo siempre lo ha sido, sobre todo si se es adicto a todos los cuerpos generosamente conformados que no son el propio o el de nuestra pareja. Siempre existe el consuelo del cuerpo prestado gratuita y libremente, el de la amada o el del amado, al cual se debe volver para no enloquecer. Los menos afortunados pueden acudir a aquellos cuerpos que por unas pocas monedas te dan fuertes calores y un orgasmo divertido y placentero. Si la fidelidad no fuera un asunto harto complicado de llevar a cabo sin duda alguna no tendría mérito, ni el amor, que es siempre un sacrificio, no poseería ese gran coste trascendental. Quienes son libres saben donde empieza el placer y el amor y donde se conjugan los dos paraísos a la vez. El placer se encuentra en el gemido, en el alborozo, en una erección o en una vulva húmeda; el amor, o lo misterioso, no se encuentra en nada de eso. Sin duda alguna pueda adivinarse en el gemido, en el alborozo, en la erección o en una vulva húmeda, pero siempre se descubre sin palabras, sin insinuaciones… Las palabras lo corrompen todo, he ahí el peor pecado del hombre: hablar de lo que no sabe explicar, de lo que cree que sabe. (...)

(...) Una mañana de tantas, Don Juan se despertaba porque aún estaba vivo. Se apeó de la cama y se plantó puntualmente en el cuarto de baño para emperifollarse minuciosamente. Poco después, su reloj de oro le dijo que eran las ocho de la mañana y se sintió bien porque era más puntual que sus relojes. Solía despertarse al mediodía, pero hoy tenía una reunión con sus asesores financieros. Delante del espejo se cubrió la cara con espuma para afeitarse con su cuchilla de triple hoja, con la que siempre se daba cuatro pasadas, con tanta precisión y soltura que un corte era un asunto poco probable. Mientras esquilaba su cara percibió una cana que se erguía tiesa y pálida en su cogote. Las demás canas se escondían debajo de un tinte, y Don Juan las odiaba, lograban que se considerara viejo, y cuando se sentía así maldecía al tiempo y el encarcelamiento al que le sometía su deseo imbatible. Luego se bañó con fragancias muy caras que compraba en establecimientos donde únicamente podían entrar personajes con más de dos tarjetas de crédito y con trajes de más de seiscientos euros, lugares donde se le prohibía el paso a perros y cuyos precios enrojecían a más de uno por serle inalcanzables. Se bañaba en esos aromas como una Cleopatra andrógina con su leche de burra, pensaba que así podría vencer al tiempo y que su juventud volvería. Cuando salió de la ducha se engominó el pelo y embadurnó su cara con crema para después del afeitado. Mientras se vestía pensaba en pasar cerca de alguna de las facultades universitarias de la ciudad, por si alguna jovencita era absorbida por el convincente resplandor y la suntuosidad de su porche negro, su traje italiano y su fragancia de barbilampiño. Sólo ellas podían conseguir que Don Juan se sintiera más lozano, más lúcido, más… le encantaba pasearlas y ver cómo llevaban su carpetita con las fotos de sus ídolos, escucharlas hablar de su último móvil, de la minifalda que se compraron, de la canción de moda… pensaba que las jóvenes eran de esa manera, era así como se las imaginaba, así como las vivía. A Don Juan le encantaba formar parte de ese arquetipo de juventud que había inventado; ese era realmente su paraíso, una pubertad ingenua, alegre y sin preocupaciones, pero siempre con forma de mujer, con la forma más digna y pomposa de belleza que el ser humano puede engendrar. Y aunque anhelaba su juventud, aunque deseaba el amor, bien sabía que eran cosas que no podía comprar en ninguna tienda; y a pesar de todo, a pesar de cómo se sentía, sólo tenía cuarentaitantos y aparentaba ser mucho más joven; en cierto modo, sus padecimientos estaban injustificados, si alguien podía presumir de ser joven a su edad era él. (...)

(...) ...a ella no le gustaba sufrir, no estaba preparada para ser poseída por el endemoniado deseo de un enfermo por el sexo. Fue agarrada por la cintura suavemente y arrastrada a una habitación, pero ella, huyendo de intenciones maliciosas, se resistió, por lo que ya no fue agarrada tan mansamente y sí tomada por los pelos o por el cuello, por la ropa… vio su pañuelo de seda destrozado, su falda hecha jirones y su camisa con los botones esparcidos, vio su cuerpo desnudo y sus menudos pechos moverse como la ropa tendida en una terraza bajo la dulce brisa vespertina, pero ella se resistía, intentaba defender su dignidad de mujer, su virginidad… Fue poseída por un deseo inexpugnable, por algo contra lo que ella carecía de fuerzas para vencer. Don Juan entró en las entrañas de Eros desde arriba, desde allí podía ver sus ojos negros como pozos esbozar el salado aroma de la tristeza y sus labios ilustrados con angustia no disimulada; María se resistía, escupía… hasta que llegó un momento en el que ya no tenía fuerzas y se desvaneció. Pero Don Juan seguía tiritando de placer sobre el paraíso carnal que poseía su cuerpo mientras su entrepierna sangraba y dejaba escapar a su virginidad, a su pureza, al premio que aguardaba con recelo para su príncipe después de una magnífica boda gitana, o paya, como fuera. (...) ■