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CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE II/IV): LA ALEGRÍA ILUSORIA Y LA ALEGRÍA PARADÓJICA


«(…) O bien la alegría consiste en la ilusión efímera de haber acabado de una vez con lo trágico de la existencia: en cuyo caso la alegría no es paradójica, sino ilusoria; o bien consiste en una aprobación de la existencia considerada como irremediablemente trágica: en cuyo caso la alegría es paradójica, pero no ilusoria. No debería sorprender que, por mi parte, prefiera el segundo término de la alternativa, persuadido como estoy no sólo de que la alegría logra adaptarse a lo trágico, sino también y sobre todo de que no consiste más que en ese acuerdo con él y gracias a él, pues el privilegio de la alegría, y la razón del especial contento que dispensa -contento único porque sólo él se da sin reserva-, radica de hecho en que ésta permanece a la vez totalmente consciente y totalmente indiferente hacia las desdichas que conforman la existencia. Esta indiferencia hacia la desdicha, sobre la que volveré más adelante, no significa que la alegría no se dé cuenta de ella, menos aún que pretenda ignorarla, sino al contrario, que ésta atenta en ella en grado sumo al ser la primera interesada y a la que primero le concierne; y ello en virtud precisamente de su facultad aprobatoria, que le permite conocerla más y mejor que cualquiera. Por eso, resumiendo en una palabra, diría que sólo hay verdadera alegría si, al mismo tiempo, resulta contrariada, si ésta en contradicción consigo misma: la alegría es paradójica o no es alegría.

De este carácter paradójico de la alegría pueden deducirse tres consecuencias principales:
Primera consecuencia: La alegría es, por su misma definición, ilógica e irracional. (…)
Segunda consecuencia: La alegría es necesariamente cruel, por la despreocupación con que se enfrenta al destino más funesto y a las consideraciones más trágicas.
(…)

Tercera y última consecuencia: La alegría es la condición necesaria, si no de la vida en general, al menos de una vida llevada de forma consciente y con conocimiento de causa, pues consiste en una locura que paradójicamente permite –y es la única que lo permite- evitar el resto de las locuras, mantenerse a salvo de la neurosis y de la mentira permanente.
(…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 28-30. Traducción de Rafael del Hierro.


Esta navidad puede que haya sido la menos navideña de todas las que he vivido. En mi entorno, en las calles, en la gente, en los comercios o en cualquier lugar no veo alegría, solamente un leve quejido en el labio, una especie de tic sonriente, al apoderarse un alguien de cualquier objeto con un valor relativo, pues la mercancía también es perecedera en cierto modo parcial o absoluto: se devalua como la propia felicidad de este siglo, una felicidad de tanatorio, una felicidad de papel moneda.

También parece que la crisis económica ha crispado la consciencia (y la conciencia) de más de uno; se ha propagado una especie de rabieta existencial generalizada por la coyuntura actual y ha abierto los ojos a bastantes personas, es como si se hubiera entrado en una especie de nube o estado alterado de conciencia: «¡Vaya!, empieza a darse cuenta de cosas, razona, piensa... ¡si es que le ha dolido el bolsillo!» Es decir, después de estos años de bonanza y de optimismo que cegaban el previsible futuro turbio, muchos han vuelto en sí y se han encontrado con que ya no pueden seguir el mismo tren de vida, con que su felicidad vale menos: a menor capital, menor felicidad y a menor felicidad, menor alegría.

No crean que felicidad y alegría sean lo mismo. Como todo significante, cada palabra tiene un significado concreto y unos matices únicos: el sinónimo perfecto “no” existe, los sinónimos son semejanzas entre palabras mellizas. La felicidad es un estado de conciencia o de ánimo más bien físico que se manifiesta con el placer de los objetos y con la cercanía de las personas. Por otro lado, la alegría es más eléctrica, es un sentimiento vivo que se estereotipa con la gracia de cada cual mediante gestos, desmesuras, júbilo… La alegría es en definitiva una consecuencia parcialmente intrínseca en la felicidad; elemento éste último detonante del primero, aunque no necesariamente, de ahí el carácter parcial. Cómo no, hay diversos tipos de felicidad, unos de envoltorio, otros de caramelo.


Centrándonos en el texto de Clément Rosset, que creo haber titulado acertadamente, nos imbuiremos de lleno en el término alegría, analizando la dicotomía que distingue el filósofo francés en dicho término: la alegría ilusoria por un lado y la alegría paradójica por otro.

Para Rosset la alegría ilusoria consiste en «la ilusión efímera de haber acabado con lo trágico de la existencia», mientras que la alegría paradójica consistiría en «una aprobación de la existencia considerada como irremediablemente trágica». Ambas definiciones son claras e ilustran el primer párrafo del texto que comentamos.

La perspectiva que ofrece el filósofo francés no es muy conciliadora: o ilusión o asunción pero no una alegría plena; pues lo paradójico de la alegría paradójica (valga la redundancia) es que en su apariencia de alegría total no existe ninguna alegría, debido a que ese tipo de alegría es consecuencia de la superación de lo trágico. Como ejemplo, podría servir la imagen de un soldado pisoteando a su enemigo mientras pasa de un estado inicial de desasosiego a una sonrisa, que sería el estado final de alegría paradójica; el fin es alegre, pero el medio es nefasto. Como diría el propio Clément Rosset, cita que podéis leer en el texto transcrito de La Fuerza Mayor en la primera parte de este ciclo: «(…) Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría) (…)» A su vez la alegría es una locura que te aleja del resto de las locuras, como bien diría Rosset.

Rosset llega a sentenciar el segundo párrafo de la siguiente manera: «la alegría es paradójica o no es alegría». Parece deducirse que para Rosset la alegría es solamente paradójica en un plano verdadero y que la alegría total está asumida como paradójica en cuanto que ésta (la total) no existe como tal, sino exclusivamente como alegría paradójica. Este tipo de alegría aprueba lo trágico, mientras que la alegría ilusoria (que quiere aspirar a una alegría total) se enfrenta a la realidad de lo trágico, ya sea pasivamente o de una forma más activa. Una es sumisa mientras que la ilusoria vive sumida en la espera: en la esperanza. En el mejor de los casos la alegría ilusoria toma color en ciertos hombres o mujeres que pelean por la utopía y por la felicidad, una felicidad donde solamente existirían las alegrías. Pero según Rosset, esto sería imposible, pues solamente existe la alegría paradójica como única elegría posible.




La alegría paradójica logra adaptarse a lo trágico y solamente es posible gracias a su contradicción con la desdicha, por lo que la alegría es conocedora de su opuesto como dos enemigos se conocen entre sí. Ambos polos se sopesan, ambas se dan significado mutuamente. Pero esa indiferencia a la que nos hace referencia Rosset de la alegría paradójica no impide que ésta no sea consciente. Así pues, y en primera instancia, consciencia e indiferencia son los dos ingredientes esenciales de este tipo de alegría, tal y como se indica en la parrafada dos del texto de forma tan elocuente. En definitiva, vemos cómo existe una influencia hegeliana en la manera de confrontar el filósofo francés los dos tipos de alegría discutidos aquí, aunque parece no existir una síntesis concluyente. Digamos que la alegría paradójica es antítesis de lo trágico pero síntesis en sí misma y de sí misma como única percepción posible de alegría total.

Poco más puedo decir sobre las palabras de Rosset puesto que el propio texto ya habla por sí solo y mi comentario sobraba. Aún así, me atreveré con una última profanación (por hoy) que me servirá como conclusión. La alegría se muestra como condición necesaria para vivir la vida sin caer en la locura y como medio para conocer la realidad de forma consciente con los ojos bien abiertos mediante la insensibilidad, la indolencia y la sangre fría que este tipo de felicidad proporciona. La alegría paradójica es, en definitiva, el punto clave que debe definir a un hombre fuerte emocionalmente, que aún siendo consciente de lo trágico, por lo que no es ajeno a la barbarie (tiene moral), es capaz de asumir la realidad de forma que logra imponerse y sobreponerse a ella para vivir alegremente. Es un sí a la vida, es Voluntad de Poder.■

CICLO "LA FUERZA MAYOR" (PARTE I/IV): EL CARÁCTER TOTALITARIO Y AUTOSUFICIENTE DE LA ALEGRÍA

«Uno de los distintivos más seguros de la alegría es, por usar un calificativo con resonancias deplorables en muchos aspectos, su carácter totalitario. El régimen de la alegría es el del todo o nada. Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría). Es evidente que la persona alegre se regocija de esto o de aquello en particular, pero si se le sigue preguntando se descubre en seguida que también se regocija de eso otro y de lo de más allá, y más tarde de esta y de aquella otra cosa, y así hasta el infinito. Su regocijo no es particular, sino general: está «alegre por todas las alegrías», ómnibus laetitiis laetum, como dice un amante satisfecho en una obra del dramaturgo latino Trabea, parcialmente citada por Cicerón. Frase penetrante, aunque uno ignore por completo el contexto al que pertenecía. Lo que sugiere semejante frase puede enunciarse más o menos así: hay en la alegría un mecanismo aprobador que tiende a desbordar el objeto particular que la ha suscitado par afectar indistintamente a todo objeto y conducir a una afirmación del carácter jubiloso de la existencia en general. La alegría se muestra así como una especie de total liberación de responsabilidades concedida a todas y a cada una de las cosas, como una aprobación incondicional de cualquier forma de existencia presente, pasada o futura (…)».

«(…) Lo que en el fondo diferencia al totalitarismo ordinario del “totalitarismo” de la alegría es que el primero sólo existe a condición de solicitar una incesante aprobación por parte del otro, al revés de la alegría que se contenta con su propia facultad aprobatoria (…)»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, págs. 11 y 21. Traducción de Rafael del Hierro.

Con este texto del filósofo francés Clément Rosset comenzamos el ciclo LA FUERZA MAYOR –que consta de cuatro partes–, título que hace referencia de manera explícita al libro del que han sido extraídos todos los textos que conformarán este ciclo y a la “alegría”, tema central e hilo conductor por el que nos conduce Rosset.

Qué mejor momento para hablar de la alegría que en estas fechas, estas fechas de teatralidad llenas de buenas intenciones en apariencia. En esta vida cavernaria los seres inconscientes atados a la silla también sacan de sus bolsillos sus propios objetos para proyectar su sombra. Así, la realidad en navidad se muestra confusa, llena de engaños y sobreimpresionada: existe ya una realidad de falsedades, y encima de ésta, proyectamos otra realidad de falsedades. Pero hasta esa capacidad de autoengaño, que llamamos espíritu navideño, se está perdiendo, pues lo hemos sustituido por los malos vicios y las malas artes de la publicidad, nuestra debilidad y la desidia.

En el texto que os presento, Rosset nos exhibe la alegría como a una niñata déspota y autosuficiente, una especie de malcriada que se cree mejor que nadie. La realidad teórica de Rosset nos demuestra que la alegría es de tal calaña y que todo su narcisismo y despotismo son cualidades inherentes y necesarias en toda alegría (al menos intelectual, consciente). Supongo que muchos habremos sentido de tal forma la alegría alguna vez, cómo se apodera de todo nuestro ser e incluso nos hace (a veces necesariamente) ajenos a todo dolor y a todo sufrimiento. Pero Rosset se refiere a la alegría con miras en un pozo más profundo. No se trata de una alegría de patio de colegio, de escalera de vecinas o de borracho de bareto, donde se olvida todo lo demás (la realidad), es decir, una alegría inconsciente que sirve de paréntesis para despejarse de todo; por el contrario, se trata de una alegría consciente cuya primera cualidad es un sí a la realidad, y ello conforma tanto a lo trágico como al martirio que sufre nuestro planeta como colectividad humana: es una especie de conformismo (de lo real) que no por ello debe ir exento de crítica. Por lo tanto, la alegría de Rosset es un sí absoluto a la vida, una visión nietzscheana que ayudará “tanto para vivir la vida como para conocer la realidad”, punto de vista que trataremos más adelante en el transcurso del ciclo, más concretamente con la siguiente parte: La alegría ilusoria y la alegría paradójica. La Fuerza Mayor de Rosset, en consecuencia con lo dicho, tiene entonces cierto paralelismo con la Voluntad de Poder, incluso casi me atrevería a decir que son conceptos como poco mellizos. ¡La alegría es dionisiaca!, ¡La alegría es vida!

Tanto una alegría consciente como una no consciente comparten varios atributos: la irracionalidad y la insensibilidad frente al sufrimiento. La diferencia estriba precisamente en la inteligencia. Una felicidad consciente sería posible en una sociedad de “sí a la vida”, pero sumidos en la decadencia, nuestra sociedad se muestra a sí misma como una mula, parodiando a un exangüe Jesús arrastrando su cruz. La alegría tal y como se conoce hoy viene dada por la inversión de los valores forjada por la Iglesia y los estamentos religiosos durante siglos: nuestra alegría no es vitalista, es la alegría de la negación del ser humano, del no a los placeres, del “manoteo”… Aunque claro, visto lo visto parece que no llevo razón, pues más que nunca parece que vivimos en una época de hedonismo y de vicio (de aparente alegría dionisíaca, aunque ni el vicio ni el hedonismo lo son: la alegría de hoy es perecedera, volátil, exige consumo), pero yo me refiero al concepto de alegría sin analizar la existencia en sí misma (ya la analizaremos si es de interés para el análisis del texto). De todas formas creo que vivimos en una sociedad donde fracasa la alegría: nadie está orgulloso de sus actos, nadie está conforme con lo que tiene, etc. (y espero que me liciten estas generalizaciones); vivimos en la negación constante y en un simulacro de alegría o de alegría inconsciente para poder soportar la vida.

Supongo que he de matizar cierto aspecto. Yo me ciño al “hombre consciente” para escribir todo esto. Alguien irracional e irreflexivo lanza ponzoñosamente su voz a la realidad afirmándola, pero por la simple razón de que es incapaz de negarla: está tan orgulloso de lo que hace como una mosca de comer la mierda de los demás.

Volviendo al texto, he de analizar el carácter autoritario de la alegría. La alegría es ante todo una superación de la tristeza. Ambas se complementan, ambas son grandes amantes entre sí, pues una vida de alegría sin tristeza no es alegría como tal, de la misma forma que no hay gente alta sin gente baja; pero una vida de alegría es igualmente y necesariamente una vida sin tristeza, la cual está condenada a un segundo plano como elemento superado y no gobernante, es decir, la tristeza ocuparía un estado de “sometimiento y esclavitud”; sin embargo, la tristeza no puede vivir sin alegría o sin la promesa de ésta: la esperanza. Supongo que en el transcurso del ciclo veremos esa relación indivisible entre ambos conceptos. A pesar de todo, Rosset afirma lo siguiente: «Sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría (y añadiría (…) que sólo hay alegría total y, a la vez, en cierta forma, no hay ninguna alegría)». Esto continua en cierto modo la línea que sugería empezando este párrafo, aunque él hable de alegría total negando (e invalidando en parte mis palabras) toda convivencia con la tristeza, postura que ya se encargará el propio francés de matizar. Y para no escribir perogrulladamente, concluiré este apartado con otras palabras del propio Rosset y que hacen referencia al sí a la vida y a su carácter autoritario: « La alegría se muestra así (…) como una aprobación incondicional de cualquier forma de existencia presente, pasada o futura (…)». Incondicional es la clave.

La siguiente parrafada de Rosset: «(…) Lo que en el fondo diferencia al totalitarismo ordinario del “totalitarismo” de la alegría es que el primero sólo existe a condición de solicitar una incesante aprobación por parte del otro, al revés de la alegría que se contenta con su propia facultad aprobatoria (…)»; me sugirió la idea de LA FUERZA MAYOR y de LA FUERZA MENOR, ambas como expresiones de la alegría, pero con diferente hábitat. Mientras que la primera se muestra feliz y orgullosa consigo misma, por lo que es autosuficiente, La Fuerza Menor es felicidad dubitativa que requiere de la aprobación y del sustento del otro. Como consecuencia, La Fuerza Mayor es irracional, no necesita buscar explicación, es así porque sí, mientras que La Fuerza Menor es una felicidad humana, alejada de la irracionalidad y de la alegría de la naturaleza, que requiere de los cimientos de la razón para tener un motivo de ser o un perfil de realidad dentro de lo real. Estamos pues ante una felicidad natural y otra de artificio, ante el espectáculo y la energía de la vida y ante los fuegos artificiales llenos de colores de una vida falsificada. En definitiva, si la Fuerza Mayor es autosuficiente se debe a su “carácter jubiloso, aprobatorio e incondicional de y respecto a la existencia en general”.■

Meditando sobre Nietzsche: de lo «VERDADERO», lo «APARENTE» y lo «REAL»


«(…) Dividir el mundo “verdadero” y el mundo “aparente”, ya sea a la manera del cristianismo, ya sea a la manera de Kant (que no es, a fin de cuentas, más que un cristianismo disimulado), sólo puede proceder de una sugestión de la decadence, sólo es el síntoma de una vida descendente… El hecho de que el artista sitúe la apariencia por encima de la realidad no prueba nada contra esta tesis. Aquí la “apariencia” significa la realidad repetida una vez más, pero escogida, reforzada, corregida… El artista trágico no es un pesimista, dice “sí” precisamente a todo lo problemático y terrible, es dionisíaco…»

Friedrich Nietzsche. Crepúsculo de los Ídolos (BA 0615). Alianza Editorial, año 2001, pág. 56. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.


Después de leer esto voy a dejar de ver a todo pesimista, a todo nihilista y sobre todo a todo artista como a unos negadores de la vida, al menos a aquellos que me lo han parecido alguna vez. A Cioran, sin ir más lejos y a quien tanto he citado en El Mundo de Daorino, puedo verle ahora literalmente como a un negador de la existencia como tal pero no de la vida en sí. Creo que mi entendimiento acerca de las filosofías de Cioran y Nietzsche está madurando. Si Cioran sobrevivió a sus monstruos más lúgubres cuando era joven y eligió la vida en lugar de la muerte mediante el suicidio fue precisamente gracias a ese ejercicio de superación: la superación de la decadencia (¡y toda superación es un “sí” a la vida!). Por lo tanto, esa decisión de no quitarse la vida fue una afirmación a favor de la vida en sí. Incluso la furia incontrolada de Cioran frente a la existencia (que expone contundentemente en sus obras) y ese apego a la muerte como alivio existencial son en sí odas a la vida como tal, pues la muerte está contenida en la vida y por lo tanto es igualmente Voluntad de Poder dentro de lo “real”. Pero Nietzsche se diferencia de Cioran en algo muy esencial: el primero no niega la existencia pues es la vida en sí. Es decir, la existencia está contenida en la vida como que es vida en sí misma en lugar de suponer que la existencia transcurre en la vida o viceversa. Digamos que es la misma diferencia entre un vaso que contiene agua y un vaso vacío con un agujero en su base bajo un grifo del que cae agua. Así pues, la negación de la vida se nos presenta según Nietzsche como un atentado contra lo “real”, un apego hacia lo marchito.

Ciñéndonos al texto, esa negación de Nietzsche a la dualidad no es más que una muestra más de su clarísimo desprecio por toda la tradición filosófica venida desde Platón hasta Kant y que tanto ha servido como base ideológica para los estamentos eclesiásticos y otro tipo de pensadores o “sociedades”. Es como dividir la vida en dos, negar la parte de realidad de lo “aparente”. Nietzsche se expresa como un Platón a la inversa. Siempre me he imaginado a Nietzsche en uno de los diálogos de Platón, ¿cómo se defendería Platón de la furia del de Röcken? Sería una de las mayores batallas dialécticas de la Historia de la Filosofía.

Haciendo referencia al título de esta reflexión escrita, lo “verdadero” no tiene porque ser la verdad, pues lo “verdadero” puede ser del mismo modo la “apariencia” y ambas ser igual de válidas en cuanto que constituyen una única realidad, la realidad en sí. En palabras de Clément Rosset:

«(…) De manera que si el «mundo verdadero» es para Nietzsche una mentira, eso no significa que el mundo en su apariencia sea una fábula, sino más bien al contrario, que es verídico y que constituye la realidad. Por lo demás, resulta innecesario precisar que el pensamiento según el cual «el mundo como tal no es más que fábula» sería imputado por Nietzsche indefectiblemente a una calumnia hacia la vida y una venganza contra ella.»

Clément Rosset. La Fuerza Mayor, Notas sobre Nietzsche y Cioran. Acuarela Editorial, año 2000, pág. 79. Traducción de Rafael del Hierro.

Sin duda, esto puede recordar a la filosofía del francés Guy Debord, que en planos de realidad puede considerarse un Nietzscheano con terminología platónica, pues éste, como el alemán, asume tanto “lo sensible” (lo verdadero) como el mundo ilusorio de las sombras, es decir, el espectáculo y simulacro (lo aparente) como partes de la misma realidad, de lo real en sí. En definitiva, niega la dualidad existente entre un mundo sensible y un mundo de las ideas.

En definitiva, el mundo debe ser entendido en su conjunto como real. Tanto lo verdadero como lo aparente juegan en un mismo plano, forman parte de la vida y su no afirmación es una negación de la misma y de la realidad.■

HYDE: Apología del superhombre

Colaboración de El Mundo de Daorino para el Grupo de Estudios Nietzscheanos.
http://grupodeestudiosnietzscheanos.blogspot.com/2008/11/hyde-apologa-del-superhombre.html


No hace mucho hemos podido disfrutar en televisión de Jekyll, una serie de seis episodios (por ahora) que se adjudica en su transcurso mucha ideología -ideología en el sentido de las ideas filosóficas, no como tendencia política- nietzscheana.

Casi de inmediato, observamos como se hace mucha referencia al león para luego reflejar el niño que representa Hyde como alegoría del superhombre. El doctor Jackman, que asume la personalidad de Jekyll, es el camello pues soporta toda la carga de Hyde, sintiendo remordimientos, culpabilidad, responsabilidad, etc.; Jekyll casi parece la niñera de Hyde, un niño malo. En definitiva, tanto Hyde como el doctor Jackman viven en una misma esencia luchando el uno contra el otro para encontrar la plenitud de su ser individual: es la voluntad del superhombre que quiere sobreponerse e imponerse a la debilidad del camello, es decir, al espíritu de carga.

Adentrándonos en la idea de superhombre según la serie Jekyll, hemos de hacer especial hincapié en Hyde. Hyde a veces asume la personalidad de un león, siendo casi instintivo, aliviando la sed de sus pulsiones más básicas, incluso le imita en su forma de lucha y en su manera de rondar a las hembras, siempre inteligente y comedido, aunque certero y letal. En la serie se nos presenta como un escalón superior dentro de la evolución humana, una evolución que se traduce en fuerza e inteligencia y que sólo puede aplacarse gracias al amor: una especie de droga que hace débil al superhombre. ¡Por esta razón es posible que Nietzsche nos recomendara el látigo para…!

Como no, esta serie respalda su argumento con la historia que popularizó el escocés Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que aún siendo breve, no deja de ser, a mi gusto al menos, uno de los mejores relatos escritos por el escritor anglosajón, por no decir el mejor. Por ello, Jekyll parece una especie de continuación al libro que no dejará indiferente a nadie y que parece esclarecer multitud de secretos que podrían haber ido a la tumba con el escritor escocés.

En definitiva, debo recomendarles esta serie que retrata las dos caras de un ser humano imperfecto y otro menos imperfecto, la de un hómbre débil y la de un hombre fuerte, la de un hombre con moralina y remordimientos y la de otro que se yergue por encima del bien y del mal respirando libremente, la historia de un hombre y la de un niño.■

EL ETERNO RETORNO


Tal vez no exista idea más macabra, tan desalentadora, y sin embargo tan espabiladora. Aquel que se convence de que todo lo que haga habrá de repetirse hasta la eternidad debería a cada hombre darle energías como para obrar bien constantemente. Que todo se repite en la misma sucesión en las que tus actos se acometieron... ¿no es desalentador? ¿Qué somos nosotros? ¿Somos lo original o la sombra de lo ya vivido, una repetición?

Creo que toda idea dicha por Nietzsche hay que tomarla en serio y dicho esto no queda discusión posible: todo lo que Nietzsche dijo tuvo una razón, un genio no habla por hablar.
Esta idea, sin duda de influencias orientales, no es sino muestra de la originalidad y amplitud de la filosofía de Nietzsche, una de las más ricas del mundo del pensamiento.

Lo demás ya queda reflejado en el análisis de SPITÂMA, por lo que guardo silencio, un silencio que es paz eterna en un eterno retorno, la herencia más sana que podemos heredar de nosotros mismos en una repetición incesante de nuestras propias vidas


Para ver textos y análisis de Spitama: Discusión sobre el Eterno Retorno

HEMANN HESSE SOBRE NIETZSCHE

-- Este texto y su comentario son extraídos de un blog llamado Grupo de Estudios Nietzscheanos, blog que podéis conocer en el siguiente enlace: http://www.grupodeestudiosnietzscheanos.blogspot.com/ ; Se trata de una de las colaboraciones de DAORINO con este grupo—


Un hombre de la Edad Media execraría todo el estilo de nuestra vida actual no ya como cruel, sino como atroz y bárbaro. Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen sus ternuras y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas; consideran ciertos sufrimientos como naturales; aceptan ciertos males con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la Antigüedad que hubiese tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de la vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad. Una naturaleza como Nietzsche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millones de seres.

El lobo estepario. Hermann Hesse. Alianza, Madrid, 2004, págs. 27-28. (Texto seleccionado por Daniel Aragón Ortiz, Daorino).■


Cuando leí a Hesse por primera vez -me inicié con Siddharta- se me pusieron los pelos de punta, pero cuando me adentré en la oscuridad de El Lobo Estepario llegué al clímax, a una felicidad indescriptible que aún me estremece porque Hesse es, a mi parecer, un escritor que empatiza con el lector y que además posee una prosa bella y virtuosa manejada con sencillez.

El texto al que hago referencia, que está un poco más arriba, puede hablar de dos hombres, del hombre que está adelantado a su tiempo y del hombre que, por el contrario, se pierde en el tiempo, aquel que se resiste a nuevas oleadas de cambios. Nietzsche fue uno de esos hombres conservadores en contra de la modernidad, así es mi modo de verlo; aunque también se adelantó a su tiempo, y por lo tanto Nietzsche tiene un problema temporal más serio, no solamente estaba encerrado entre dos épocas, sino que ESTABA PERDIDO EN EL TIEMPO, EN LA HISTORIA.

«La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan».

Pero si estar perdido entre dos épocas es doloroso, ¿no es más doloroso estar perdido en cualquier época, en la historia, en el tiempo, saber que no existe tu lugar en la vida de los hombres? Visto así, el sufrimiento de Nietzsche es inefable e inextricable.

Pero puede haber una interpretación mucho más acertada. El hombre que se encuentra encerrado entre dos épocas o entre dos estilos de vida y que por lo tanto tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia, puede ser aquel ser que se ve enredado y convulsionado por los cambios irreparables de la historia, esos puntos que parecen no formar parte de período alguno, esas transiciones que igual tienen como que no tienen nombre y que son como vacíos de tiempo: son los puntos que anuncian el cambio de verdad, como las revoluciones, los cambios de gobierno, las guerras… Aquel que sufrió la Revolución francesa, por ejemplo, se vio encerrado entre dos épocas, entre el antiguo régimen feudal y conservador y el nuevo régimen galopante, liberal y “emancipador”. Ese punto vacío entre dos épocas es la bisagra de la historia, en él no hay antes ni después, antes de él está el pasado y después una nueva página, el futuro.

«Hay momentos en los que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de la vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia».

¿Pero por qué ha de perder el lobo estepario toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia? Pues porque un hombre que está fuera del mundo, de cualquier período, del tiempo y de la vida y que vive para sus adentros y en sí mismo, donde el techo que habita son los propios límites de su cuerpo, no es un hombre al uso, sino un ser que se enfrenta solitario al mundo y a la vida de los hombres, cuya comprensión es a veces complicada y que solamente se explica, como diría Woody Allen, por irracionales e ilógicas.■

CONTRA LA IDEA MODERNA ACERCA DE LA MUJER

-- Este texto y su comentario son extraídos de un blog llamado Grupo de Estudios Nietzscheanos, blog que podéis conocer en el siguiente enlace: http://www.grupodeestudiosnietzscheanos.blogspot.com/ ; Se trata de una de las colaboraciones de DAORINO con este grupo—


Jamás el sexo débil ha sido tratado por los hombres con tanto respeto como en nuestra época. Ello está de acuerdo con los gustos esenciales y las inclinaciones de la democracia, así como de nuestra falta de respeto por la vejez. ¿Por qué hemos de asombrarnos en que estas consideraciones hayan degenerado en abuso? Se pide más aún, se aprende a exigir, se acaba por encontrar casi ofensivo ese tributo de respeto, se preferiría la rivalidad, incluso la lucha abierta para la conquista de los derechos. En una palabra, la mujer pierde su pudor. Añadamos que pierde también su buen gusto. Se olvida de temer al hombre; pero la mujer que se olvida de temer renuncia a sus instintos más femeninos. Que la mujer alce la cabeza en el momento que el hombre deja de desear y de cultivar en él lo que es idóneo para inspirar el temor, o diciéndolo crudamente, su rivalidad, es perfectamente legítimo y muy comprensible; pero lo que es difícil de comprender es que la mujer, por esto mismo, degenera. Ahora bien, eso es lo que sucede en nuestros días: no nos engañemos. Tan pronto como el espíritu industrial se impone al espíritu militar y aristocrático, la mujer aspira a la independencia económica y jurídica de un oficinista: «la mujer oficinista» nos aguarda a las puertas de la sociedad en formación. Mientras se va apoderando así de nuevos derechos, mientras se esfuerza por ser el dueño e inscribe en sus banderas estas palabras: progreso de la mujer, se cumple lo contrario con una evidencia terrible: la mujer retrocede.

Desde la Revolución francesa la influencia de la mujer disminuye en Europa, en la medida en que sus derechos y sus pretensiones han aumentado, y la «emancipación de la mujer», por cuanto que es reivindicada realmente por mujeres y no solamente por machos cretinos, se revela como un curioso síntoma de debilitamiento, de esterilización gradual de los instintos femeninos primordiales. Entra en este movimiento la necedad, una necedad casi viril, de la que toda mujer bien constituida, y, por consiguiente, inteligente, debería avergonzarse en gran manera. Perder el olfato que nos indica qué terreno es el más apropiado para conseguir la victoria; desdeñar el ejercicio de la esgrima en que se ha consumado maestra; entregarse, en presencia del hombre, quizá hasta escribir un libro, en lugar de observar como en otro tiempo, unos modales decentes y una humildad astuta y socarrona; quebrantar con virtuoso impudor en el hombre la creencia en un ideal fundamentalmente diferente, que estaría oculto en la mujer, en yo no sé qué «eterno femenino» y en su necesidad; disuadir al hombre, a fuerza de insistencia charlatana, de la idea de que la mujer debe ser guardada, cuidada, protegida como un animal doméstico más delicado, extrañamente salvaje y a veces agradable; rebuscar minuciosamente, con torpe indignación, todo lo que la posición social de la mujer tuvo y tiene aún de servil y de sumisión (como si la esclavitud fuese contraria a la civilización y no más bien la condición de toda civilización superior, de todo progreso en civilización), ¿qué significa eso sino que los instintos femeninos se esterilizan y que la mujer renuncia a ser mujer? Sin duda, entre los asnos sabios del sexo masculino hay bastantes estúpidos amigos de las mujeres o de corruptores de mujeres para aconsejarles que renuncien a toda feminidad y que imiten todas las estupideces de que padece, como una enfermedad, el «hombre» europeo, la «virilidad» europea; son imbéciles que desearían rebajar la mujer al nivel de la «cultura general», incluso hasta obligarla a leer periódicos y meterse en política. Algunos quisieran llegar hasta transformar a las mujeres en librepensadores y en gente de letras, como si una mujer sin religión no fuese para un hombre profundo e impío algo absolutamente repugnante y ridículo. Casi en todas partes se les estropea sus nervios por medio de la música más mórbida y perniciosa que exista (nuestra música alemana moderna); se las vuelve cada día más histéricas y menos aptas para seguir su primera y última vocación, que es traer hijos al mundo. Se quiere «cultivarlas» cada vez más y, como se dice, fortalecer al «sexo débil» por la cultura; como si la historia no enseñase de la manera más clara que la «cultura» del ser humano ha ido siempre pareja con su debilitamiento – quiero decir, el debilitamiento, la desintegración, el decaimiento mórbido de la voluntad – y que las mujeres más poderosas, las que han ejercido más influencia (la madre de Napoleón es el último ejemplo) debían su poder y su ascendencia sobre los hombres a la fuerza de su voluntad, y no a los maestros de escuela. Lo que en la mujer inspira respeto y, a veces, temor, es su naturaleza, que es más «natural» que la del hombre, su flexibilidad sagaz de verdadero felino, su garra de tigresa bajo guante de terciopelo, la ingenuidad de su egoísmo, su inaptitud para dejarse educar, su salvajismo profundo, el carácter inasible, vasto e indeciso de sus deseos y de sus virtudes... lo que, a pesar del temor que experimentamos de este felino alegre y peligroso, inspira la compasión por la «mujer», es que parece más doliente, más vulnerable que ningún otro animal, más sedienta de ternura y condenada a más desilusiones. Temor y piedad, tales eran hasta hoy los sentimientos del hombre ante la mujer, y ya le parece tener un pie en la tragedia que nos desgarra maravillándonos. ¿Y cómo? ¿Esto ha de terminar así? ¿Habremos emprendido el deshechizamiento de la mujer? ¿Llegará a ser la mujer, poco a poco, cada vez más enojosa? ¡Oh Europa, Europa! ¡Conocida es la bestia de cuernos que siempre tuvo para ti más atractivo, la fuente de los peligros que te amenazan constantemente! Tu antigua leyenda podría volver a ser «historia», una enorme necedad podría de nuevo enajenarte y arrebatarte. Y esta vez ningún dios se ocultaría en esa enorme necedad: no, nada más que una «idea», una «idea moderna».


Más allá del bien y del mal. Friedrich Nietzsche. Edaf, Madrid, 2005, págs. 241-244.


¿Qué esperaban de Nietzsche? Pues si esperaban palomitas y supercherías o algo sencillo y de fácil comprensión y digestión, váyanse a otra parte porque para leer a Nietzsche hay que RUMIAR y, por lo tanto, hay que ser un poco vaca; y esto en el buen sentido: a Nietzsche debe de masticarse varias veces, una, dos, tres, cuatro… tantas veces como sean necesarias. Si creen que este texto es machista se equivocan, es más una exaltación de la mujer, de lo femenino, de su esencia… ¿qué esperan de una filosofía vitalista como la de Nietzsche si no llegar a las esencias? Nietzsche ama a la mujer en sus instintos, en su fiereza, ama su instinto felino y salvaje. Y todo lo que la aleja de la feminidad se convierte en debilidad y se acerca más al hombre. La mujer, por lo tanto, pierde su poder con la reivindicación de sus derechos, con el uso de la política, pierde su verdadero poder, el de ser las titiriteras de la historia, aquellas que manejan a los grandes líderes en su destino. Si la mujer se asemeja al hombre ya no es rival, pierde su poderío:

«Tan pronto como el espíritu industrial se impone al espíritu militar y aristocrático, la mujer aspira a la independencia económica y jurídica de un oficinista: «la mujer oficinista» nos aguarda a las puertas de la sociedad en formación. Mientras se va apoderando así de nuevos derechos, mientras se esfuerza por ser el dueño e inscribe en sus banderas estas palabras: progreso de la mujer, se cumple lo contrario con una evidencia terrible: la mujer retrocede».

También es de destacar ese retroceso del espíritu competitivo en la sociedad industrial y de la que Nietzsche parece hacer referencia. Con los logros democráticos todo se da de ante mano, nada se consigue por méritos y esfuerzo, todo parece regalado y el espíritu aristocrático decae. Parece que todo lo que trajo de bueno la Revolución Francesa es decadencia para Nietzsche, y argumentos le sobran:

«Se pide más aún, se aprende a exigir, se acaba por encontrar casi ofensivo ese tributo de respeto, se preferiría la rivalidad, incluso la lucha abierta para la conquista de los derechos».

En realidad, Nietzsche arremete contra las ideas modernas, contra aquello que pervierte la esencia femenina. Se estremece ante la idea de que la mujer pierda su función fundamental: tener hijos, servir al guerrero… para servir a la burocracia, convertirla en oficinista, como si lo que hasta entonces hiciera la mujer fuera indigno y no una gran labor, la labor más importante y encomiable. La mujer se ve pervertida por el poder, no solo quiere dominar al guerrero, quiere ser guerrera, quiere volver temeroso al hombre, ¿querrá que el hombre tenga hijos?

He aquí la idea de Nietzsche acerca de la mujer, si eso no es admiración qué es:

«Lo que en la mujer inspira respeto y, a veces, temor, es su naturaleza, que es más «natural» que la del hombre, su flexibilidad sagaz de verdadero felino, su garra de tigresa bajo guante de terciopelo, la ingenuidad de su egoísmo, su inaptitud para dejarse educar, su salvajismo profundo, el carácter inasible, vasto e indeciso de sus deseos y de sus virtudes... lo que, a pesar del temor que experimentamos de este felino alegre y peligroso, inspira la compasión por la «mujer», es que parece más doliente, más vulnerable que ningún otro animal, más sedienta de ternura y condenada a más desilusiones».

Este tema tiene hoy día un gran auge. Vemos como se quiere aumentar la feminidad en la mujer (cosmética, moda, etc.) pero a la vez la mujer se ve obligada a sentirse más hombre para conquistar puestos de trabajo destinados comúnmente al hombre. La mujer renuncia a sí misma para convertirse en un oficinista. Nietzsche no dice que la mujer no deba igualarse al hombre (debe ser incluso superior, si no ¿dónde estaría la rivalidad?), sino que la mujer retrocede queriéndose igualar al hombre, porque en el proceso pierde su esencia.

Pero en cierto modo Nietzsche hace responsable al hombre de esta decadencia de lo femenino, y me remito a las siguientes palabras:

«Que la mujer alce la cabeza en el momento que el hombre deja de desear y de cultivar en él lo que es idóneo para inspirar el temor, o diciéndolo crudamente, su rivalidad, es perfectamente legítimo y muy comprensible; pero lo que es difícil de comprender es que la mujer, por esto mismo, degenera».

A la mujer se le domina mediante el temor, es un animal salvaje, indomable, hay que ser un gran pastor para mantener a ralla a una felina. Pero no se asusten, ¿es machismo todo esto?: pues no lo sé, yo no tengo prejuicios. Pero machismo es hoy día ver a montones de hombres babear por las bragas de modelos. En el momento en que un hombre ve a la dama como un objeto, la mujer queda rebajada a lo más mínimo, ya no es mujer, es cosa: es víctima del machismo más cruel. Lo que en otro tiempo era arma mortífera: la feminidad; hoy se ha convertido en golosina, pues la feminidad se ha pervertido, se ha reducido a portadas de revista, a viejas glorias de cine en blanco y negro y a moldes de silicona. ¡Que la mujer alce sus manos y trabaje por su esencia!, porque no sólo perderán ellas, sino también el macho, el guerrero, pues es lo que tiene de más bello y sagrado.

LA OTRA CANCIÓN DEL BAILE



El texto de Nietzsche que podréis leer a continuación es sin duda uno de los pasajes más bellos de Así Habló Zaratrusta, así que poco puedo decir que no diga por sí mismo. Y no vayan a pensar que voy a dejar de escribir por falta de energía; palabras y más palabras tendría para este bello canto a la filosofía y a la literatura. Simplemente no quiero estropear con mi tenue pluma, aún por madurar, un texto de tanta fuerza y voluptuosidad. Que hable Nietzsche por sí mismo, aunque sea en castellano:

«En tus ojos he mirado hace un momento, oh vida: oro he visto centellear en tus nocturnos ojos, –mi corazón se quedó paralizado ante esa voluptuosidad:

»–¡Una barca de oro he visto centellear sobre aguas nocturnas, una balanceante barca de oro que se hundía, bebía agua, tornaba a hacer señas!

»A mi pie, furioso de bailar, lanzaste una mirada, una balanceante mirada que reía, preguntaba, derretía:

»Sólo dos veces agitaste tus castañuelas con pequeñas manos –entonces ya se balanceó mi pie con furia de bailar.

»Mis talones se irguieron, los dedos de mis pies escuchaban para comprenderte: lleva, en efecto, quien baila sus oídos –¡en los dedos de los pies!

»Hacia ti di un salto: tú retrocediste huyendo de él; ¡y hacia mí lanzó llamas la lengua de tus flotantes cabellos fugitivos!

»Di un salto apartándome de ti y de tus serpientes: entonces tú te detuviste, medio vuelta, los ojos llenos de deseo.

»Con miradas sinuosas –me enseñas senderos sinuosos; en ellos mi pie aprende – ¡astucias!
Te temo cercana, te amo lejana; tu huida me atrae, tu buscar rehace detenerme: –yo sufro, ¡mas qué no he sufrido por gusto por ti!

»Cuya frialdad inflama, cuyo odio seduce, cuya huida ata. Cuya burla –conmueve:

»–¡quién no te odiaría a ti, gran atadora, envolvedora, tentadora, buscadora, encontradora! ¡Quien no te amara a ti, pecadora inocente, impaciente, rápida como el viento, de ojos infantiles!

»¿Hacia dónde me arrastras ahora, criatura prodigiosa y niña traviesa? ¡Y ahora vuelves a huir de mí, dulce presa y niña ingrata!

»Te sigo bailando, te sigo incluso sobre una pequeña huella. ¿Dónde estás? ¿Dame la mano! ¡O un dedo tan sólo!

»Aquí hay cavernas y espesas malezas: ¡nos extraviaremos! -¡Alto! ¡Párate! ¿No ves revolotear búhos y murciélagos?

»¡Tú búho! ¡Tú murciélago! ¿Quieres burlarte de mí? ¿Dónde estamos? De los perros has aprendido este aullar y ladrar.

»¡Tú me gruñes cariñosamente con blancos dientecillos, tus malvados ojos saltan hacia mí desde ensortijadas melenitas!

»Éste es un baile a campo traviesa: yo soy el cazador –¿tú quieres ser mi perro, o mi gamuza?

»¡Ahora, a mi lado! ¡Y rápido, maligna saltadora!

»¡Ahora, arriba! ¡Y al otro lado! –¡Ay! –¡Me he caído yo mismo al saltar!

»¡Oh, mírame yacer en el suelo, tú arrogancia, e implorar gracia! ¡Me gustaría recorrer contigo –senderos más agradables!

»–¡senderos del amor, a través de silenciosos bosquecillos multicolores! O allí a lo largo del lago: ¡allí nadan y bailan peces dorados!

»¿Ahora estás cansada? Allá arriba hay ovejas y atardeceres: ¿no es hermoso dormir cuando los pastores tocan la flauta?

»¿Tan cansada estás? ¡Yo te llevo, deja caer tan solo los brazos! Y si tienes sed –yo tendría sin duda algo, ¡mas tu boca no quiere beberlo!

»–¡Oh esta maldita, ágil, flexible serpiente y bruja escurridiza! ¿a dónde has ido? ¡mas en la cara siento, de tu mano, dos huellas y manchas rojas!

»¡Estoy en verdad cansado de ser siempre tu estúpido pastor! Tú bruja, hasta ahora he cantado yo para ti, ahora tú debes –¡grita para mí!

¡Al compás de mi látigo debes bailar y gritar para mí! «Acaso he olvidado el látigo? –¡no!»


(ASÍ HABLÓ ZARATRUSTA, de Friedrich Nietzsche. Alianza Editorial, veintidós edición en «El libro de Bolsillo», nº612. Fragmento completo -punto 1- del capítulo La otra canción del baile, págs. 314-316)■

Nietzsche: La identidad intelectual nihilista


«En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.» (Friedrich Nietzsche Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 1. Editorial Tecnos, Madrid, 1990, p. 17. Traducción de L. Valdés y T. Orduña).
El objetivo de esta interpretación de Nietzsche es bajar un poco la soberbia del hombre que cree que el funcionamiento de la razón discursiva lo es todo y a ella confía el conjunto de su vida ignorando, con funestas consecuencias, que el instinto y los sentimientos son también cierto tipo de inteligencia o “mente” que es necesario desarrollar en armonía con el pensamiento. En este fragmento, los animales inteligentes, a los cuales Nietzsche ya ha colocado delante el sustantivo “animales” –sospecho que no sin intención- y ha situado, además, en el marco majestuoso y deslumbrante de un “universo centelleante” que aún aminora más el estúpido orgullo de tantos “animales racionales” como pululan por doquier en el universo del llamado “pensamiento” o “cultura”, estos “animales inteligentes”, nos dice, “inventaron el conocimiento”. Es por esto, porque este conocimiento no es sino pretendido conocimiento, por lo que no es sino nihilismo pasivo, conceptualismo vacío, “último humo de la realidad”, halago del poder, buscando generalmente el pesebre, búsqueda ansiosa del poder, otras veces, que, sin embargo, no podrán encontrar sino en la superación del hombre respecto de sí mismo hacia el superhombre, tal como indica el concepto “voluntad de poder” en Nietzsche. Por todo ello, a continuación, el autor nos dice que fue: «el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”», entrecomillando también el concepto “Historia Universal” para darnos a entender que no es sino un remedo de la verdadera historia la cual está por escribir y no sabemos si jamás se escribirá. Pero, a pesar de que alguien consiguiera narrar este lastimoso estado de la inteligencia humana, nos viene a decir el autor, este estado de la inteligencia en la que viven los supuestos teóricos, catedráticos, pergeñadores de relatos, supuestos poetas y los hacedores-de-discursos-que-no-dicen-nada o que dicen y contradicen constantemente lo que dijeron antes, incluso en este supuesto, no podría este narrador expresar aún toda la verdad de esta situación lastimosa: «Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza». En efecto, la situación de corrupción del saber y de la erudición superficial y vana del que teoriza sobre toda realidad que cree conocer, sin saber auténticamente de nada, no sólo no ha disminuido sino que ha llegado a límites exacerbados hoy, seguramente, a causa de una situación de crisis que precede a la próxima aurora de un auténtico conocimiento, un conocimiento en el cual el equilibrio entre el saber y el sentir, junto al adecuado cultivo de los estético, de lo saludable y del instinto estén en íntima unión en cada ser humano.

El conocimiento aparece en este texto de Nietzsche como aquella capacidad humana que parece destilar soberbia y vanidad. Por ello afirma el autor: «Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre»; para terminar afirmando que el filósofo es «el más soberbio de los hombres», precisamente por pretender manejar el conocimiento en mayor medida. En este sentido el filósofo, el pensador, el erudito cree que es el centro del universo y que todas las miradas están puestas en él: «y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.»

Pero, para comprender mejor el pensamiento de Nietzsche hay que hacer referencia a sus claves principales y tenerlas todas en cuenta y esto a pesar de no ser un pensamiento sistemático en el sentido de teoría perfectamente elaborada y trabada en sus partes. Estos elementos fundamentales de la filosofía de Nietzsche son la voluntad de poder, el nihilismo, la transvaloración moral y el concepto de superhombre. Todos ellos están relacionados con su crítica demoledora a la cultura tradicional europea, cuyo origen el autor atribuye al idealismo socrático-platónico reformado y “judaizado” por el cristianismo y transformado en idealismo absoluto en Hegel. El “animal intelectual”, si sacamos las consecuencias de lo expuesto por Nietzsche, es un pobre títere parlante con memoria y vitalidad que tiene la ilusión de que puede hacer, cuando en realidad de verdad nada puede hacer. El hacer correspondería al superhombre. Pero ya sabemos la relación entre los conceptos “hombre” y “superhombre” en Nietzsche: «Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo: Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esa gran marea, y retroceder al animal más bien que superar al hombre?¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa». (Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Introducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 1ª Edición, 1972. Duodécima reimpresión, 1985. Prólogo, 3, pág. 34)

De este modo, podemos ver mejor la diferencia entre este hombre mecánico y pesebrista que se mueve al son de las corrientes sociales de poder predominantes y el hombre que Nietzsche trata de definir como ideal, el superhombre.

En cuanto al concepto de nihilismo, Nietzsche lo divide en nihilismo pasivo y nihilismo activo. El nihilismo pasivo es el resultado de la “nada” o falsedad en que cayó, según él, la cultura occidental a partir de Sócrates y Platón a causa de la conceptualización y moralización de la filosofía que llevaron a cabo estos autores, seguida luego, según Nietzsche, por el judeo-cristianismo, la metafísica occidental, el conceptualismo del lenguaje, el positivismo científico, etc. que acentuaron este nihilismo. Por tanto, Nietzsche emplea el término nihilismo al menos con dos significaciones: nihilismo pasivo, como igual a decadencia y retroceso del poder del espíritu y nihilismo activo, como signo del creciente poder del espíritu. En consecuencia, también el nihilismo se define en función de la voluntad de poder ya que cuando esta voluntad disminuye como ocurrió, según nuestro autor, a partir de Sócrates, aparece el nihilismo, ya que esta voluntad de poder no es puesta sino como la esencia de la vida la cual es traicionada por esta decadencia. De este modo la segunda clase de nihilismo o nihilismo activo llega cuando los valores creados por la cultura occidental, que son falsos valores en su tesis, ya que son la negación de la vida misma, se derrumban. Así, el nihilismo activo es puesto por una parte como una potencia destructiva de falsos valores que se nutre del creciente poder del espíritu, y por otra parte, como condición necesaria para que la voluntad de poder cree los nuevos valores del superhombre. De este modo, ¿tiene el animal intelectual, candidato a erudito manejador superficial de palabras el poder de destruir falsos valores?

El concepto de transavaloración moral se fundamenta, consecuentemente, en todo lo dicho anteriormente respecto del nihilismo y de la voluntad de poder. La subversión de los valores del noble presocrático la realiza la cultura occidental viciada desde su origen a causa del nihilismo pasivo y su mayor error es el de instaurar la racionalidad abstracta, dogmática, metafísica, sin tener en cuenta la vida: «He dado a entender con qué cosas fascinaba Sócrates: parecía ser un médico, un salvador. ¿Es necesario mostrar todavía el error que había en su fe en la “racionalidad” a cualquier precio?» (Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 7ª edición, 1984. El Problema de Sócrates, 11, página 43).
O también, otro, entre muchos párrafos que podríamos citar: «La luz diurna más deslumbrante, la racionalidad a cualquier precio, la vida lúcida, fría, previsora, consciente, sin instinto, en oposición a los instintos, todo esto era sólo una enfermedad distinta – y en modo alguno un camino de regreso a la “virtud”, a la “salud”, a la felicidad… Tener que combatir los instintos – ésa es la fórmula de la décadence». (Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 7ª edición, 1984. El Problema de Sócrates, 11, página 43).

Por último, el concepto de superhombre enlaza íntimamente con todo lo anterior y corona el edificio filosófico nietzscheano. Aunque Nietzsche emplea con frecuencia un lenguaje lleno de metáforas y otras figuras retóricas que puede dar lugar a equívocas interpretaciones como sus expresiones contra los judíos o calificativos con los que se refiere a cualidades del superhombre como la crueldad, la brutalidad o la falta de compasión, lo cual nos permite comprender, en parte, que su filosofía la aprovechase o utilizase el nazismo para la defensa de sus tesis racistas, también es posible interpretar a Nietzsche, por sus textos, en un sentido muy distinto: Nietzsche manifestó expresamente su hostilidad ante los alemanes y la cultura alemana hasta el punto de abandonar la ciudadanía alemana y hacerse suizo. Por otra parte, la figura del superhombre no se puede separar de su concepción sobre el platonismo y la muerte de Dios, es decir una filosofía y una teoría de la historia como nihilismo y transvaloración moral que no tienen nada que ver con las ideas nazis. El hombre al que hay que superar es el que se somete a la “moral del rebaño”, el que fomenta el desprecio por la vida, y la diferencia entre las personas. El nazismo, por otra parte, defiende el culto a la raza, al Estado, sin embargo, Nietzsche, que no cree en realidades universales, mal podría defender conceptos como la Raza o la Nación y de hecho no los defendió. Nietzsche consideró al Estado como una de las mayores perversiones creadas por el hombre.
En definitiva, Nietzsche rechazó la humildad, la mansedumbre y la prudencia porque pensaba que escondían la cobardía. Rechazó la moral del rebaño, la conducta de los que siguen a la mayoría y fue partidario de crear valores. No todos los hombres los crean sino que la mayoría se encuentran con los valores ya creados, siguen las modas, lo cómodo, su afán es la instalación imitativa en la sociedad, alabando, lisonjeando si hace falta a quien sea con tal de conseguirlo, como se desprende de nuestra interpretación del texto de cabecera en relación con los intelectuales pesebristas tan al uso en nuestra sociedad. La característica fundamental del superhombre, en cambio, es crear valores y someterse a ellos disciplinadamente. El superhombre ama la alegría, el entusiasmo, la salud, es el dueño de sí mismo y de su vida, no se somete por miedo o por afán de prebendas:
«¡Mirad, yo os enseño el superhombre!El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad:¡sea el superhombre el sentido de la tierra!¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores lo sepan o no.Son despreciadores de la vida, son moribundos y están ellos también, envenenados, la tierra está cansado de ellos». (Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Introducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 1ª Edición, 1972. Duodécima reimpresión, 1985. Prólogo, 3, pág. 34)